Febrero de 1913
En las afueras de la capital se encontraba un viejo cuartel que había
asignado a los Rurales. Algún día el
lugar y sus corrales y caballerizas habían albergado a un regimiento de
lanceros de la guardia presidencial de Santa Anna. Pero para 1913 el enorme caserón con
torreones y una puerta artillada que albergaba a los mandos se encontraba muy
deteriorado y amenazaba con derrumbarse de un momento a otro.
Los rurales habían sido consolidados de todas partes de la república y
ahora eran un regimiento de caballería.
El coronel al mando y los oficiales venían del ejército regular y habían
implantado los férreos usos y costumbres de la milicia. Los rurales, hombres broncos acostumbrados a
operar en pequeñas unidades de no más de veinte hombres y a seguir las ordenes
de sus mandos no estaban a gusto con los cambios.
--Otro puto toque de clarín –maldijo el mayor de rurales Francisco Cárdenas.
--¿Es el del medio día mi mayor? –pregunto uno de los hombres que Cárdenas
mandaba.
--Creo que sí. Tienen toques
para todo. Creo que hasta para ir a
cagar. Pero este es el del
mediodía. Va a entrar el viejerio.
En efecto, las soldaderas de los rurales ya desfilaban a través de la
gran puerta del cuartel llevando itacates para complementar el humilde rancho
que el ejército daba. Entre ellas iba la
Grilla.
--¡Pancho! –dijo la Grilla viendo a su hombre.
Cárdenas fue y la beso. Luego la
hizo a un lado bruscamente para evitar que la arrollaran. Un jinete había entrado a matacaballo y se
había apeado frente a la comandancia.
--¿Qué traerá ese hijo de la chingada que lleva tanta prisa? –pregunto
la Grilla.
--No ha de ser nada bueno, mujer.
Están peleando en la capital. No
tardan en ordenarnos que le entremos.
La pareja camino hacia una esquina y se sentaron bajo un árbol y
comenzaron a comer.
--Escucha Ester (ese era el verdadero nombre de la Grilla). Sé que llevas a mi hijo en tus entrañas.
--O hija, Pancho.
--No, yo sé que será gallito.
Pero decía, si me matan no habrá quien te cuide a ti y a nuestro hijo.
--No digas esas cosas, Pancho.
--Quiero que nos casemos cuanto antes.
Hable con el teniente y este me dijo que ansina podrías obtener una pensión
de viuda si me matan. No es mucho pero
algo te ayudara.
La Grilla lo abrazo y lo beso.
--¡Puta madre!
--¿Qué pasa Pancho?
--Otro toque de clarín. ¡Nos
ordenan montar! El regimiento va a
partir.
--¡Ah Dios!
--Si regreso con vida nos casamos, ¿entiendes?
En la comandancia el coronel discutía con sus segundos. Los oficiales de los rurales, entre ellos
Cárdenas, no habían sido invitados a la junta convocada de urgencia. Los egresados del colegio militar no los
consideraban a su altura.
--Las columnas de infantería que lanzaron contra La Ciudadela han sido
diezmadas. Nos ordenan atacar La
Ciudadela.
--¿Quién da la orden, mi coronel?
--Viene de Huerta.
--Con todo respeto, mi coronel, somos un regimiento de caballería. ¿Cómo vamos a tomar un recinto
fortificado? Si la infantería no pudo
menos podremos nosotros.
--Mi coronel, si fuera en campo raso les podríamos partir la madre pero
en ciudad no se va a poder.
--La gente no está acostumbrada a operar como unidad, mi coronel. Llevan años persiguiendo bandidos en la
sierra y si son excelentes jinetes pero apenas conocen los toques de clarín.
--Mientras no sean cobardes bastaran –dijo el coronel.
--Ciertamente no lo son, mi coronel.
Son gente muy entrona y cabrona.
Pero no somos un regimiento de caballería todavía. Necesitamos más prácticas para poder operar
como unidad.
--Señores –contesto el coronel--, entiendo sus objeciones. No hay tiempo para más ejercicios. La situación en la capital es crítica. El perímetro de los alzados se ha extendido a
varias cuadras a la redonda. Las
aproximaciones a La Ciudadela están cubiertas por ametralladoras y
francotiradores. Fue por eso que la
infantería fue rechazada. Pero no
olviden una cosa, caballeros.
--Usted dirá coronel.
--En el ejército mexicano no se discuten las órdenes. Ordenen al regimiento que monte.
Por mi parte nosotros seguíamos en palacio en la barricada que habíamos
construido donde antes había estado la Puerta Mariana. Habíamos visto pasar varios batallones de
infantería en dirección a La Ciudadela.
Eran gente que había traído Ángeles desde Morelos y estaban bien armados
y disciplinados. Eran lo mejorcito que
había yo visto hasta entonces del ejército mexicano y en nada se parecían a los
infelices del 88. Pero ahora los veíamos
pasar frente a palacio todos sangrantes, llevando a cuestas a sus heridos en
camillas improvisadas. Un grupo de estos
soldados se detuvo ante nosotros.
--¿Tienen agua señores?
Toribio nos hizo una señal y les pasamos nuestras cantimploras las
cuales vaciaron. Los hombres estaban
negros por la pólvora y esta tiene salitre.
--¿Les mataron mucha gente? –pregunto Toribio.
--La mitad por lo menos. No nos quedó
ni un solo oficial. Al coronel Castillo lo
venadearon luego luego. El caso es que
ahora avanzamos a través de las casas.
Es una labor para zapadores pues hay que abrir paredes. Ayuda que la artillería de La Ciudadela a
veces le da a una casa.
--¿Eso ayuda?
--Bueno, si nos matan gente pero cuando un obús le da a una casa se
caen los muros. Estas casas viejas del
centro tienen paredes gruesísimas. A
veces tardamos horas abriéndonos camino.
Gracias por el agua.
Varias baterías se habían emplazado en el zócalo y disparaban hacia la
ciudadela. De vez en cuando un obús de
los alzados reventaba el cañón y a los artilleros. La plaza esta enrojecida con la sangre
vertida y había mojoneras de tripas y sesos por donde quiera.
--¿Es usted el sargento Toribio? –pregunto un oficial artillero.
--Sordenes mi capitán.
--Venga usted conmigo y tráigase a sus hombres. La segunda compañía los relevara.
Marchamos rumbo a la Ciudadela siguiendo al capitán. Cuando el fuego de artillería de los alzados
arreciaba nos guarecíamos en los zaguanes de los negocios. No tuvimos muertos pero Arevalo sufrio un
rozon de una esquirla y lo vendamos. Se
nos unieron unos ingenieros que iban tendiendo un rollo de cable telegráfico.
--¿Adónde vamos mi capitán? –pregunto Toribio.
--A Balderas sargento, específicamente al gimnasio de la YMCA. Me dicen que está en Balderas. Instalaremos un puesto de observación y
dirigiremos desde ahí el fuego de nuestra artillería.
--Yo lo conozco, mi capitán –me atreví a decir--. Pero solo está a unas cuadras de La
Ciudadela. Quién sabe si este en manos
de los rebeldes.
--Entiendo. Sargento, usted y
este soldado y otro más y adelántense y cerciórense que no hayan rebeldes ahí.
Yo y Arévalo seguimos a Toribio.
--¿Por qué chingaos no te callaste Pavón? Ahora nos van a venadear esos cabrones.
--Jijos, ojala que no, mi sargento.
--Pos si eres ansina de pendejo ve tú por delante.
En mi vida he estado más cagado de miedo. Caminaba pegado a las paredes corriendo a
través de los espacios. Había un resto
de cadáveres de la infantería. Varios
tenían el plomazo en la frente, los habían estado venadeando desde las
azoteas. Los alzados tenían
francotiradores con mira telescópica. Me
figuraba que ya me tenían en la mira y en cualquier momento me volaban la tapa
de los sesos.
--Pavón, no tengas miedo –se rio Toribio.
--¿Cómo chingaos no lo voy a tener?
--Nunca oirás la bala que te mata, muchacho.
--Gracias, sargento, eso me da valor.
--Ándele. La ordenanza exige que
muestres huevos mientras te venadean. Asi la patria tendra un laurel de victoria y tu tendras un sepulcro de honor. ¿Que mas quieres Manuel? –se carcajeo Toribio.
De pronto el sargento me jalo al precario abrigo de un portón.
--¿Qué pasa sargento?
--¿Miras el edificio ese, el que está en la cuchilla?
Atisbe rápidamente.
--Si, ¿Qué con ello?
--Alcance a ver un resplandor.
--¿Nos tiraron?
--No, es el reflejo del sol en la mira telescópica de un francotirador.
--¿Dónde están?
--En el tercer piso. Si nuestra
gente pasa por aquí los van a venadear a lo pendejo. Han de haber varios de esos cabrones allá
arriba.
--¿Qué hacemos sargento? ¿Les
avisamos?
--No hay tiempo. ¿Sabes usar el
cuchillo?
--Jijos.
Toribio había producido un alfanje de no muy buen ver. Lo mismo hizo Arévalo.
--Yo fui matancero un tiempo –explico Toribio--. Matar hombres es como matar marranos. La única diferencia es que el marrano no te
quiere abrir la panza.
--Y yo me agarre con los mochos en Tomochic y aprendí a usar el acero –explico Arévalo.
--No te digo, Pavón, el ejército instruye. Carajos, semos toda una universidad –dijo
Toribio--. Que Sobrona ni que la
chingada. De aquí sales con dotorado de
como matar cristianos. Ten muchacho.
Toribio me paso una pistola y me enseño como quitarle el seguro.
--Yo y Arévalo haremos el trabajito, Manuel. Tú nada más cúbrenos con la fusca. Veras que es rete divertido. Lo primero que hay que hacer es entrar al
edificio ese sin que se den cuenta esos cabrones.
Aclarare que ya de viejo he buscado el lugar. Nunca lo he encontrado. Tal vez lo han derrumbado. O tal vez esto sea solamente mi febril
imaginación de anciano senil. El caso es
que entramos. Igual, había cadáveres
tirados al pie de una gran escalera.
Reconocimos los números de la unidad.
--Son del 12, es la gente que trajo Ángeles de Morelos –indico Toribio
en voz baja--. Intentaron tomar el
edificio y los mataron. Y no veo
centinelas. Si los matamos será por pendejos.
Subimos a través de la escalera tratando de ser lo más silenciosos
posibles. Tras una puerta se oía a gente
hablar. Las voces eran de hombre. Toribio me indico a señas que estaban
preparando el rancho.
Subimos hasta el tercer piso.
Toribio abrió despacio el recinto que intuía era donde estaban los francotiradores. En efecto, había dos hombres dentro. Uno escudriñaba con sus binoculares la
avenida. El otro dormitaba.
Toribio y Arévalo entraron con el sigilo de unos ángeles de la muerte. Toribio le rebano el pescuezo al vigía. El infeliz no alcanzo a decir nada pues sus
pulmones se llenaron con su sangre. Arévalo
le rebano el pescuezo al que dormitaba.
--Más fácil que a los marranos, Manuel.
Ahora síganme. Dame la pistola Manuel
y corten cartucho en el máuser.
Tal hicimos. Bajamos hasta donde se olía el rancho que preparaban. Toribio entro sonriendo, como Pedro por su
casa. Frente a mi habían cuatro soldados y un sargento y dos soldaderas. Tenían
los rifles en pabellón. Por un momento
nos vieron con desconcierto. Después de
todo, eran soldados mexicanos igual que nosotros. No había diferencia en el
uniforme. Eran el mismo quepí juarista
con bolita, el calzón de dril, los huaraches, el pelo cortado a rape para
aminorar los piojos, y la piel cobriza de indio. No había seguridad de que fuéramos
o no de los alzados también. Toribio no
dijo nada y le soltó un plomazo en la frente al sargento que se había volteado
a vernos. Hubo gritos de horror. El plomazo le voló al jefe la tapa de los
sesos y estos cayeron en el guiso arruinándolo.
--¡Hijo de puta!
--¡Ríndanse o me los quebró!
--No la chingue, sargento, a nosotros nos mandan –dijo un soldado viejón
alzando las manos.
--Ta güeno. Los encerrare
aquí. Arévalo cuídalos. El primer cabrón que se pase de listo me lo
quebras. Orita llega el resto de la
tropa y te relevaran. Puta madre, se
jodio el rancho.
--Tenemos tortillas y frijoles –dijo una de las soldaderas.
Sin decir más Toribio hizo dos tacos y me paso uno. Francamente no tenía apetito pero me forcé a
comer.
--Vamos pal gimnasio ese Pavón.
Una hora después estábamos en el torreón del YMCA. Los ingenieros habían habilitado un cable y
un telegrafista pasaba las órdenes y correcciones que daba el capitán de
artillería.
--Mi capitán, avisan que estemos atentos al paso de unos rurales –dijo
el telegrafista.
--Enterado. ¿Van a cargar por
Balderas?
--Eso indican.
--Entonces hay que corregir el fuego para acabar con la trinchera esa
–dijo el capitán apuntando adonde los alzados habían cavado una trinchera en la
esquina de Balderas y Pugibet--. Tienen
ahí dos ametralladoras.
--Jijos, mi capitán, ahí están ya los rurales.
--¡Santo Dios! ¡Telegrafié que
les den contraorden!
Era demasiado tarde. El
regimiento de rurales marchaba al trote por Balderas. Eran 16 en línea y como 40 líneas de fondo.
En el mero centro de esa masa de carne de caballo y de hombre estaba el mayor
Francisco Cárdenas.
El coronel les dio el alto y los encaro.
--¡Usted! --dijo el capitán dirigiéndose a mí--. Vaya con esa gente y dígales que se detengan,
que hay una trinchera con ametralladores en su camino.
--¡Atención regimiento! –grito el coronel con un vozarrón. Los rurales desenvainaron los sables y esto
brillaron en el sol. Yo mientras bajaba
a toda velocidad a través del edificio.
--¡Por el honor de México! ¿Ven
esa bandera? –dijo el coronel apuntando al estandarte que portaba uno de los
jinetes--. ¡No dejen que caiga! ¡Hay una estatua de Morelos al frente de La
Ciudadela! ¡Deposítenla ahí! ¡Adelante!
Cuando brote en la calle era demasiado tarde. No les pude dar parte. La carga ya había iniciado, inexorable. Los jinetes casi me arrollaron. La masa de hombres y caballos iba agarrando
velocidad. Era un ariete de sangre, sesos, y huesos.
Francisco Cárdenas montaba su yegua favorita, la Petra. Con ella había perseguido por todo Sotavento
al legendario guerrillero magonista Santana Rodríguez. Cárdenas usaba toda su habilidad como jinete
para mantener a la Petra al parejo con el resto del regimiento.
--¡Manténganse al trote y a la par conmigo! –grito Cárdenas a sus
hombres--. ¡Una vez que lleguemos a la
puta estatua se rinden esos cabrones!
No, el hombre no le temía a la muerte.
Maldecía, sin embargo, no haberse casado antes con la Grilla. Ahora ni pensión le tocaría si lo mataran.
--¡Jijos de su puta madre! –rugió el capitán de caballería José
Guadalupe Cervantes, nuestro viejo conocido, desde la trinchera que estaba
inspeccionando.
--¡Es caballería!
--¡Ya nos llevó la chingada!
Varios soldados de los alzados tiraron los rifles y trataron de
pelarse. Cervantes les vacio la pistola.
--¡Atención! ¡Tiro rasante en
las ametralladoras! ¡A cien metros! ¡Esperen mi orden!
Con manos temblorosas los sirvientes de las ametralladoras las cargaron
y las orientaron. El suelo retemblaba
con la carga de los rurales. Se oían
toques de clarín.
--¡Están tocando el degüello! –observo Cárdenas reconociendo el
toque--. No darán ni pedirán
cuartel. ¡Sea! ¡Abran fuego!
Nosotros, desde el torreón de la YMCA, vimos con horror como una pared
de plomo derribo las primeras cinco líneas de los rurales. Los relinchos de los cuacos y los gritos de los
moribundos eran terribles y todavía se me enchina el cuero al recordar. Los jinetes no arreciaban la carga y saltaban
sus animales sobre la masa inerme tan solo para ser segados más adelante por la
pared de plomo de las ametralladoras.
La Petra cayo muerta y Cárdenas fue aventado por los aires. Cayó sobre la masa sanguinolenta de caballos
y hombres. De inmediato se agazapo junto
a la panza de un caballo para protegerse de las balas y de las coces de los
caballos. Cárdenas contemplo con asombro
que la bandera no caía. En cuanto el
jinete que la portaba era tocado otro se la arrebataba y no dejaba caer el
estandarte. Pero finalmente ya no hubo
quien la levantara.
Cervantes ordeno el alto el fuego.
Ningún jinete había llegado a menos de diez metros de la trinchera. Se veía en lontananza correr caballos sin
jinete y a algunos rurales pararse y tratar de huir.
Cervantes y sus hombres caminaron entre la hecatombe. Llego hasta donde estaba la bandera. Un oficial de caballería la sostenía en sus
manos. Su caballo le había caído encima
y lo había aplastado haciéndole papilla las piernas y las caderas. Si vivía, el hombre no volvería a caminar.
--En la estatua de Morelos –dijo el oficial escupiendo sangre y
ofreciendo el estandarte.
--Entiendo –contesto Cervantes--.
Allá la depositare.
Luego Cervantes saludo con su sable y le dio un plomazo en la frente al
herido.
que buen blog, Felicidades
ReplyDelete