Friday, November 22, 2013

VI - El 88

Tren Militar
VI.    El 88

Mientras Cervantes destrozaba a Mozart yo me encontraba hacinado entre la bola de infelices que la leva había levantado.  Había dejado de llorar.  Ya no tenía más lágrimas.  Además que el ambiente no era propicio para mostrar debilidad. 

Hoy puedo decir que la Grilla, mi Dulcinea del monte, sería la primera, que no la última, mujer por la que arruine mi vida.  Y también sería la primera cabrona que me rompería el corazón. Pero nada de esto me preocupaba en esos momentos pues al fondo de la plaza, enfrente del edificio jodido que atrevían a llamar la “comandancia” pude observar al rural Cárdenas hablando con un oficial.   

--Traje cincuenta cabrones, mi capitán --explicó Cárdenas.   

Los hijos de puta rurales habían levantado peones en todo el pueblo, sin respetar que algunos eran apenas niños o ya eran ancianos. 

El oficial nos vio con un mal disimilado desdén.  Era un catrín muy prendidito con el pelo todo envaselinado. Sus botas federicas eran lustrosas y portaba en sus manos enguantadas un fuete.  Era Cervantes que finalmente se había dignado emerger del cuchitril donde hacia su oficina, aunque en esos momentos yo desconocía su nombre.

--Ya ni la chinga, mi cabo.  ¿De dónde agarro tanto infeliz jodido?  Apuesto a que estos cabrones casi ni hablan español –dijo Cervantes riéndose--.  Servirán, acaso, para carne de cañón.

--No les confié, mi capitán. Hay varios que son rete broncos --Cárdenas me apuntó--.  ¿Ve a ese cabrón chamaco? Mató a dos de mis hombres a machetazos. No lo fusile nomas porque tenía que completar la cuerda. Es todo un asesino.

--¿Ah sí? –contesto Cervantes retorciéndose el bigotazo a la káiser--.  Pos se lo voy a encargar al sargento Toribio. Ese es un verdadero hijo de puta y le va a quitar lo machito.

Para esas alturas, así hambriento y adolorido como estaba, no me importaba si me asignaban a las órdenes del mismo diablo. Pero en eso vi que una mujer se le acercaba a Cárdenas y mi corazón sufrió un sobresalto. Me paré todo adolorido de la loza. Era la Grilla. No pude evitarlo. Me dirigí a ella.

--¡Sois mi cielo! ¡Mi sol! --exclamé aproximándome a ella con los brazos abiertos.

La mujer, que le llevaba un taco al tal Cárdenas, me observó con asombro. Era evidente que se había “arrejuntado” con Cárdenas.

No llegue ni cerca. Un culatazo me tumbó. 
 

--¡Regrésese al redil, cabrón! --me dijo uno de los juanes que me había soltado el marrazo.

--¿Ya vide, mi capitán? --dijo Cárdenas--.  Yo que usted lo mandaba fusilar. A menos que crea poder domar a ese cabrón.
 

Cervantes oyó las palabras retadoras de Cárdenas y se puso morado.

Escupí unos dientes y sangre. Pero lo que más me dolió fue la risa de la Grilla. Como dije, ahí mismo me rompió el corazón.

--No se preocupe Cárdenas –contesto Cervantes con voz patibularia.  Él tenía poderosas razones (que ustedes ya conocen) para mostrarle a Cárdenas que sí, si era un todo hijo de la gran puta.
 

El oficialito se me acerco y me dio un fuetazo inmisericorde.  

--¡Este cabrón va a aprender a respetar! –grito Cervantes--. ¡A ver, sargento Toribio! ¡Agarre a este cabrón y pásenlo por cajas de inmediato! ¡Está bajo su mando de ahora en adelante! ¡Póngale una chinga de perro bailarín para que se le quite lo gallito!

El tal Toribio era un indiote con cara de asesino con una cicatriz que le dividía la nariz. Ordenó a sus gentes que me llevaran ante una mesa improvisada.

--¿Nombre? --preguntó un sargento pagador.

--Manuel Pavón.

--Ponga su cruz aquí, en la raya.

--Sé leer y escribir.

--Pos jirmele entonces.

--¿Este pendejo sabe leer y escribir? –pregunto Cervantes con curiosidad.  
 

Debo apuntar que el ejército porfiriano, sobre todo los infelices que levantaban de leva, no se comparaba al cuerpo de ejército de oriente del inmortal Zaragoza donde la mayoría, si, aunque usted se asombre, sabía leer y escribir.  No, el ejército de don Porfirio era puro proletario que el dictador mandaba a combatir al mismo pueblo al que pertenecían. 

El hijo de puta de Cervantes se me acerco y me levantó la cara con el fuete.  

--No está mal. No es algo de lo que le presumiría a Ignacio de la Torre y Mier, pero no, no está mal. ¡Báñenlo y asígnenlo a mi servicio!

--Es un asesino, mi capitán –advirtió el sargento Toribio--.  Déjele que lo quebré y se lo suelto.

--No, sargento.  Así me gustan, broncos --respondió el capitán acicalándose el bigote y alejándose.

Te hubiera ido mejor conmigo, muchacho --me dijo el tal Toribio en voz baja--. Yo solo te partiría la jeta pero te haría soldado. Ese puto del capitán Cervantes te va a querer hacer mujer. ¿De dónde eres?

--Soy de aquí Coscomatepec, mi sargento.
 

Sucedió entonces uno de esos hechos que solo ocurren en la imaginación febril de ciertos escritores entre los cuales, por supuesto, no puedo colocarme.  Suplico su tolerancia, lector.  Mire, si usted cree que Thenardier pudo encontrar al coronel Pontmorency entre la caballada muerta en el camino hundido ese en Waterloo –tal afirma el genial Víctor Hugo—pos no se asombre de lo que me sucedió después.

¿Eres de los Pavón de este rumbo?

--Sí, mi sargento.

--¿Conoces a Francisco Pavón el maestro?

--Sí, mi sargento. Es mi tío.

--¡Puta madre! Fuimos amigos de chamacos. Escucha, muchacho, te voy a ayudar. Quítame el rifle y dame un guamazo. ¡Hazlo!

Sin pensarlo más hice así.  Le arrebate el máuser y tumbe al sargento de un culatazo (a pesar de nunca haber manejado esta arma) y me temo que le hice escupir varios dientes.  Ya se imaginaran.  Los otros soldados me dieron de golpes de inmediato.  Y se armó toda una bronca. El caso es que esa noche dormí preso y encadenado en un vagón de ferrocarril que usaban de calabozo.  Pero por lo menos no dormí en la alcoba del capitán Cervantes. La única bronca era, como me explicó el sargento Toribio, que se supone que me iban a pasar por las armas al amanecer.

--¡Ay Dios! --gemí.

--No chille Pavón --se rio el sargento—pórtese hombrecito cuando este frente al pelotón. 
 

El fulano había tomado de buena manera el golpazo que le di.  No le tenía mucha simpatía a Cervantes. 

--¡Puta madre!  ¡Estoy muy joven para morir!  ¿Y que será de la Grilla? 

--¿Quién? 

--Olvidelo mi sargento –respondi tratando de calmarme. 

--¡No chingues!  Escucha, muchacho, no te van a fusilar.  Veras, ya llegó la orden de montarnos en el tren para el norte –explico Toribio--. Con la corretiza ni quien se acuerde de ajusticiarte. No somos el ejército prusiano, chingaos, donde son muy detallistas los cabrones.  Además ya le dije al coronel que si ocurrió lo que ocurrió fue porque no quería que Cervantes te pisara. El coronel ya conoce a Cervantes y entendió. Te aconsejo que no te le acerques al capitán de ahora en adelante, no sea que si te pase por las armas.

No pude evitar temblar. ¡Iba a vivir!  ¡Si!  ¡Aun en medio de este infierno viviría un poco más!
 

--¿Nos vamos a ir hoy, mi sargento? –mi respeto y agradecimiento a ese hosco soldado era sincero.

--Si, primero a Orizaba y de ahí rumbo al norte. Vamos a partirnos la madre  con los maderistas. Don Porfirio no va a entregar la silla ansina nomas. Va a haber bronca. Tú haz lo que te digo y estarás a salvo.  Bueno, eso creo.

Y si, una hora después me soltaron calladamente sin hacerla de tos.  Mis compañeros de leva y yo fuimos vestidos en el uniforme típico del pelón federal: el pelo cortado a rape para medio evitar los piojos, un quepí de tiempos de Juárez, un fusil mohoso, pantalones y camisa de caqui, y huaraches. Entre mentadas y juramentos subimos la caballada a los trenes y luego nos encaramamos (como pudimos) encima de estos.

Finalmente la maquina silbó tres veces.  ¡Estábamos en camino! Entre la gente que se arremolinaba en la estación creí ver a Cárdenas con la Grilla al brazo. Una tristeza tremenda me embargó. No me importaba ya morir. Me desquitaría con los maderistas, pensaba. Jure entonces que algún día mataría al tal Cárdenas. Lo volvería a ver, si, en Ciudad Juárez y luego me lo encontraría en una noche horrible, en febrero de 1913, atrás de Lecumberri, cuando él estaba a cargo del piquete –y yo entre ellos—que escoltaba a los señores Madero y Pino Suarez a su Gólgota. Pero esa historia la relatare más adelante.
 

Vide desaparecer las torres de mi querido pueblo y si me puse a llorar aunque con disimulo.  El ramal de vía angosta eventualmente nos llevó hasta Orizaba.  Ahí nos cambiamos a otro convoy. Se repitió el desmadre de bajar y subir la caballada y cargar la impedimenta.  Por supuesto, yo estaba ciscado todo el tiempo temiendo que me encontraría otra vez a Cervantes.  Pero ese cabrón parece que se subió al vagón de los oficiales y se puso a chupar mezcal mientras los jefes se encargaban de organizar el traslado. 

El que si estaba todo el tiempo en el andén vigilando todo con ojo de águila era el coronel, un fulano gordo y cachetón como de unos cincuenta años.  Era evidente que Toribio y el resto de los jefes los respetaban y obedecían sus órdenes sin chistar. 

--¿Cuántas gentes tenemos ya Toribio?  --pregunto el coronel. 

--Entre mi gente y la de los otros jefes creo que andamos por 600 ya mi coronel. 

En efecto, en Orizaba se nos habían unido más levas, en su mayoría indígenas del rumbo de Zongolica.  El coronel ordeno formarnos para ser inspeccionados.  Esto tomo un tiempo y muchas mentadas de madre de los jefes.  La razón pronto se hizo evidente. 

--A ver, ¿Cuántos de ustedes hablan español? –pregunto el coronel. 

Yo y unos cuantos más, no muchos, alzamos la mano. 

El coronel sacudió la cabeza.  Ordeno entonces que se aproximara otro jefe, un tal sargento Domitilo, que hablaba náhuatl, lengua que domina en la sierra negra.

--A ver, Domitilo, quiero dirigirme a estos cabrones.  Traduce lo que les diré. 

Y el coronel comenzó su perorata. 

--¡Soldados!  ¡Bienvenidos al glorioso 88 batallón de infantería! 

Me temo que el tal Domitilo era un cabrón, tal vez maderista o magonista encubierto o que se yo.  Yo medio mascullaba el náhuatl y esto fue lo que el tal Domitilo les dijo a los infelices que había levantado la leva: 

[¡Ya se los llevo la chingada cabrones! ¡Bienvenidos a este cuerpo jodido!] 

El coronel continuo sin tener idea de lo que Domitilo había traducido.

--¡Los felicito pues tienen la misión sagrada de defender a las instituciones combatiendo a los rebeldes y agitadores maderistas! 

[¡Don Porfirio esta terco en morirse en la silla y por ello ustedes van a ir a dejar sus huesos al norte!] 

--¡Sepan ustedes que este batallón se cubrió de gloria en Padierna combatiendo a los gringos!

[¡A este batallón le partió la madre los gringos por culpa de unos mandos pendejos y ahora nos va a volver a pasar igual!] 

--¡El 88 ha cubierto de gloria las armas mexicanas!  

[¡Chinguen a su madre los putos gringos!] 

Por lo menos al traducir esto Domitilo si hubo una reacción favorable de los enganchados.  Nadie quería a los gringos. 

El coronel se había entusiasmado viendo la exaltada reacción de su tropa pensando que ardían en ganas de morirse por don Porfirio.  El coronel entonces asumió la típica retorica patriótica. 

--¡No permitáis que el enemigo os arrebate estas sagradas enseñas!  ¡Mostraos duros y valientes ante él!  ¡No le tengáis misericordia!  ¡La patria tendrá laureles de victoria y vos un sepulcro de honor! 

[¡Si!  ¡Ya nos llevó la chingada pues tenemos puros pendejos al mando!  ¡No se hagan ilusiones!  ¡Son hombres muertos cabrones!  ¡Y todo para que ese viejo puto siga mangoneando!] 

--¡La nación se enorgullece de ustedes!  ¡Sois los hijos más valerosos de México! 

[¡Y ni intenten juyirse al monte porque los agarraremos y los fusilaremos de inmediato!] 

--¡Viva Porfirio Díaz!  ¡Mueran los que atentan contra las instituciones que han hecho de México lo que es hoy! 

[¡Que se pudra el viejo puto!  ¡Que chinguen a su madre el gobierno federal y los pendejos que nos comandan!] 

Gracias a Dios que termino la arenga.  Fue murmurando, con ojos desorbitados y muy pálidos que la tropa del 88 batallón se encaramo, resignados, sobre los vagones.  Tiempo después me entere de lo que Kemal Ataturk le había dicho a sus tropas en Galipoli cuando se les vinieron encima los ANZACs: “no estáis aquí para detener al enemigo sino para haceros matar y darle tiempo a nuestros refuerzos a que lleguen”.  Creo que Kemal fue más honesto que el coronel.  ¿Por qué dorarle la píldora a la tropa diciéndole zalamerías pendejas al estilo del coronel?  Domitilo hizo lo correcto, desde ese punto de vista, al decirle la verdad a la tropa, aunque el efecto fue brutal en nuestra moral. 

--Los veo muy callados Domitilo –observo el coronel. 

--Ansina son estos pinches indios, mi coronel.  El fervor patrio no les cabe en el pecho y no saben que decir.  Ya vide que ni hablan español.

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