Sunday, November 10, 2013

XVII. Tristes Jardines

XVII. Tristes Jardines

Bernardo Reyes
México, DF – finales de septiembre de 1968

En la victrola suena “El Faisán” de Miguel Lerdo de Tejada.  Me he sentado tranquilo frente a mi ventana y veo como el chipi chipi cubre las losas añejas de la plaza de las tres culturas.  En las alturas alcanzo a ver a Venus.  Tengo la ventana ligeramente abierta y entra un ligero vientecillo frio.  No cierro la ventana, a pesar de que el frio me cala los huesos.  Es aire puro y limpio.  Todo en mi covacha me huele a viejo, a caduco.  Si, que entre ese aire frio, cargado de humedad, con olor a tierra.  Prendo un pitillo.  Busco entre los cajones de la diminuta cocinita.  Encuentro una botella de cognac.  Remy Martin, VSOP, del bueno.  ¿Cómo diablos me cayó en mis manos?  Ya ni me acuerdo.  A la mejor me la traje desde el Rif.  Lo más probable es que me la haya comprado en el súper de la esquina.  La abro y me tomo un sorbo, a pico.  Me llevo la botella y me vuelvo a sentar en mi sillón.  Y me doy cuenta que no estoy solo.

Frente a mí se encuentra la catrina.  Esta toda ajuareada cual la grabo Posadas y luego la pinto Diego.  Me tomo otro trago del cognac.  En sus labios descarnados intuyo una ligera sonrisa.  Me muestra su carnet.  Se lo que tengo que hacer.

--Señora –digo tomándola de la mano y dándole un handkuss vienes pasable (digo, soy mexicano y no hay carne que besar en esa mano huesuda) — ¿me haría usted el honor de bailar esta pieza conmigo?

Y ella sonríe (o por lo menos creo que tal hace) y se levanta y la tomo de la mano y comenzamos a bailar.  Es, por supuesto, muy ligerita.  Y saben, he visto tantas cosas horrendas que su cara no me es repulsiva ni me causa horror.  Vamos, si bebiera más del cognac seguro que me atrevo hasta a robarle un beso.  Y mientras la música del Faisán sigue acompañando a un barítono:

“…y exclamo por piedad quiero ser…a sus pies arroyo de cristal…así podre yo besar a la ingrata beldad que no supo querer…y en mi tenaz gorjear con murmullos de amor mi penar le diré…”

Me pierdo.  No hay ya apartamento ni vientecillo preñado de lluvia ni bailo con la catrina.  Estoy frente a la plaza de la constitución, junto a la puerta Mariana.  Alcanzo a ver a mí alrededor.  Somos como 50.  El barbiquejo del quepí me causa una comezón de la chingada.  Pero me aguanto las ganas de rascarme.  Mi mano se posa sobre un Mauser.  El sargento Toribio está sentado detrás de una Maxim y Arévalo esta de su ayudante, dispuesto a alimentar la ametralladora.  Un generalote gordo y con un tupido bigote y barba camina frente a nosotros y nos ve con ojos de energúmeno.  Trae en sus manos una 45.  La plaza esta vacía.

--¡Un grupo de traidores se han alzado contra el gobierno del señor Madero! –exclama el generalote--.  ¡Y dicen que están atrincherados en la ciudadela!  ¡Pero eso a mí me importa una chingada!  ¡Mis órdenes son sostenerme aquí en palacio nacional!  ¡Y les advierto que el primer cabrón que se pronuncie me lo quebró!  ¿Entienden cabrones?

--¡General Villar! –exclama un teniente--.  Se aproximan unos rebeldes.

En efecto, un jinete acompañado de un sequito a pie había entrado a la plaza y se dirigía hacia palacio nacional.  El jinete porta una bandera nacional.

--¡Es el general Reyes! –exclamo Villar--.  ¡No disparen!

Estoy consciente que estoy alucinando pues oigo a un cilindrero tocando “Sobre Las Olas”.  Levanto mi vista y el cielo es brillante y despejado y la plaza se llena de luz y parece estar chapeada en oro.  Y entonces veo otra vez a la Catrina sonreír y seguimos bailando…bailando…

Vuelvo a la puerta Mariana.  Tengo al jinete encañonado con mi Mauser.  Oigo “Tristes Jardines” y la dulzura de la música contrasta con la incongruencia de la muerte que podría aplicar.

El jinete se detiene a 30 pasos de la Puerta Mariana.  Esta acompañado de unos oficialitos elegantes.  Lo reconozco.  Es el general Bernardo Reyes, un hombre ya anciano pero de porte recio y formidable.  Reyes  se quita el sombrero y saluda elegantemente.  Luego creo adivinar una sintonía.  Reyes parece que levanta los ojos al cielo y sonríe.  Sí, estamos en sintonía.  Reyes también oye la música.  Y si uno oye esa música, tan hermosa, tan divina, ¿Qué importa lo que ocurra aquí en la tierra?  Estamos los dos más allá del bien y del mal, en la antesala de la eternidad.  ¿Por qué temer entonces a la muerte?

--¿Qué diablos quieres Bernardo? –pregunta Villar.

Reyes vuelve a sonreír.

--¡Que magnifica orquesta, ¿no crees, Lauro? –contesta Reyes.

--Te vuelvo a preguntar, Bernardo, ¿Qué diablos quieres aquí? –insiste Villar.

Y una extraña euforia me embarga también.  ¿Cuándo es matar, matar?  ¿Importa matar oyendo esta música?

--¿Qué que quiero, Lauro?  Ah, pues que me entregues palacio nacional –contesta Reyes sonriendo.

Y por alguna extraña razón intuyo que está interpretando un papel, como un actor que tiene que decir esas líneas en un escenario teatral.

Villar lo apunta con su pistola.  Ah, también lo intuyo, Villar es tan solo otro actor.  Hasta tengo ganas de aplaudirles y decirles ¡bravo!

--¡Ríndete Bernardo o te mato!

--¡Válgame Dios que no me rindo!

--¡Si no te rindes te matamos!

--¿No oyes Lauro?  ¡Que quiero morir con esa música! Ah, pero por favor, ten, toma esta bandera.  Si me vas a matar esta caerá al suelo.  Y se bien que ni tu ni yo queremos que eso ocurra.  Guárdala como un recuerdo mío.

Reyes beso la bandera y la ofreció.  Villar hizo una señal y uno de sus soldados agarro la bandera.  Reyes mientras tenía los ojos entrecerrados.  Entregar la bandera era como entregar la vida.  Ahora solo importaba la música.  Y con elegantes ademanes parecía que Bernardo Reyes dirigía la orquesta.

--Bien, ahora sí estoy a tu disposición, Lauro –dijo Reyes--.  Vámonos matando.

--¡Insisto, Bernardo, si no te rindes te mato!

--¡Pues que las balas me den de frente, Lauro!

Y yo, que oía todo, oí la melodía llegar a su crescendo y supe que era lo que esperaba Reyes.

Reyes saco su pistola.  Pero Villar dio la orden y Reyes no alcanzo a soltar un tiro.  Empezamos a dispararle.  La música en mi mente ahogaba el ruido de la balacera, de la Maxim que el sargento Toribio vaciaba sin vacilación sobre el sequito de los alzados, de los relinchos horribles del cuaco de Reyes, de los gritos de los oficialitos que se retorcían mientras los cocíamos de plomo.

--¡Alto el fuego! –ordeno Villar.

Y ahí frente a la puerta Mariana estaban bien muertos, cocidos a balazos, Reyes y su sequito.

--¡Carajos! –exclamo Toribio--.  ¡Tan chulo cuaco!

--¡Viejo pendejo! –exclamo Villar a manera de epitafio mientras vomitaba.

LLa música seguía resonando en mi mente.  Era ahora “Viva mi Desgracia” lo que se me hizo casi chusco.  Me acerque al grupo de muertos.  Se había formado un gran charco de sangre.  Reyes estaba tirado, boca arriba, sobre la loza de la plaza.  Las balas lo habían aventado unos metros atrás de su caballo.  Una o más balas le habían volado parte del cráneo.  El uniforme estaba todo agujereado y ensangrentado.  Toribio estaba junto a mí. 
  
--Mira Manuel –dijo el sargento--.  ¡Que chulada de botas federicas trae el viejo!

En efecto eran unas botas magnificas, con espuelas de plata.

Vide fijamente a Reyes.  Creí adivinar una sonrisa en sus labios.  Si, habíamos estado en sintonía él y yo.  ¿Realmente lo llene de plomo mi general?  ¿O somos acaso marionetas interpretando un papel una y otra vez por toda la eternidad para entretener a una deidad que se aburre?  Morir o matar no importa si se oye esa música, ¿verdad don Bernardo?  

--Échame aguas, Manuel –dijo Toribio.

Mire a la Puerta Mariana.  Villar no se veía.  Los otros soldados estaban fumando tranquilos y preparaban su café.  Si, les importaba un cacahuate el sequito de muertos en medio de la plaza.  ¿Qué más les da un muerto más o un muerto menos a los soldados?  Su papel en la obra es tan solo escenográfico.  No tienen líneas.  Nadie recordara sus diálogos.  Y si, era evidente el desdén de esos juanes a los muertos.  Sobre todo porque difuntitos habían muerto tan a lo pendejo.  No, no había entre nosotros los soldados miedo a la muerte, solo a morir a lo pendejo.  Digo, ¿Qué clase de papel puede uno hacer uno si al final mueres a lo pendejo?

--Píquele mi sargento –le dije.

Y así fue como el sargento Toribio le quito las botas al cadáver del general Bernardo Reyes.


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