Tuesday, November 12, 2013

XV. El Honor de México

Higinio Aguilar
Finales de septiembre de 1968


Yo sueño que estoy aquí      
destas prisiones cargado,
y soñé que en otro estado
más lisonjero me vi.      
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,      
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.  

--extracto de “La Vida es un Sueño” de Pedro Calderón de la Barca

Me desperté. Fui a la cocina y me calenté algo de agua para el Nescafé. Había llovido toda la noche.  Era una lluvia constante, triste, que se me antojaba inexorable y preñada de portentos.  Había llovido ansina en los días en que Mondragón se alzó contra Madero.
 

Estaba amaneciendo.  La luz era equivoca.  No quería ser noche pero tampoco podía ser día.  A través de mi ventana vide que la plaza de las tres culturas.   Estaba que brillaba de mojada.  Si es que salía el sol este la secaría y sus lozas de basalto quedarían limpiecitas.  Como puestas para un banquete pense. 

Oí el sonido del agua en las tuberías. Algunos de mis vecinos ya se habían despertado también y se bañaban y se preparaban para ir a trabajar.

De algún lado oí el relincho de unos caballos. 
 

--Buenos días, Pavón --me dijo Brígida.

--Hola vieja. Oigo cuacos.  ¿Ya va a ensillar la columna de mi general Fierro?

Ella tan solo me sonrió. Sacudí mi cabeza. Me di cuenta entonces que había alucinado. ¿Cómo diablos podían haber caballos en los multi-familiares?

--Hoy te pagan el chivo, Manuel, acuérdate.

--Tienes razón…el chivo…el chivo…hoy pagan el chivo… 
 

Murmurando (me ayuda esto a concentrarme para no perder la idea de lo que tenía que hacer) busque mi uniforme. Mi vecina, doña Lupita, me lo había entregado limpiecito la noche anterior. Si iba uniformado a Defensa Nacional me la harían menos de tos.

Me planté frente al espejo y mi contemplé. Suspire viendo los estragos del tiempo. 
 

--Puta madre.  Soy un viejo cotorro y feo. 

Atrás de mí en el espejo el cuarto se veía vacío. Me di la vuelta. Brígida estaba ahí, fumando un cigarro de palma.  

--Que estragos ni que ocho cuartos, Manuel. Para mí siempre serás guapo. Viejos los cerros y reverdecen.

Clarito oí el silbato de una locomotora de vapor
 

--Vieja, ¿qué me está pasando? Me siento rete raro.  Algo me está pasando, ¿verdad?

--¡Tranquilo! ¡Sooooo! --me dijo ella sonriendo como si estuviera tratando de calmar a su yegua, la Babayaga.

Oí mentadas de madre, clarito, y un clarín de órdenes tocar ¡retirada!
 

--¡Puta madre! ¡Pinches yaquis nos han de haber flanqueado!  ¡Ya nos llevó la chingada!  Otra vez. 

Pancho muy a huevo ordenaba retirada.  Por lo general nos hacíamos matar en la raya.  Y pa cuando se decidía (era rete rejego) pos ya no quedaba mucho que retirar.


Me senté en mi cama. No me sentía físicamente mal. Pero tenía una sensación que nunca antes había experimentado.  Supe entonces que me estaba muriendo.  No me causo esto sobresalto.  Más bien, curiosidad.  ¿A poco es ansina como se siente el morir?  Obviamente nunca lo había hecho antes.

--La vida es un sueño --se rio Brígida.
 

La vide con curiosidad.  Sabía que la cabrona a duras penas sabía leer.  ¡Y ahora me estaba citando a Calderón de la Barca la cabrona! 

--Pos si es ansina, temo despertar.

--Todos despiertan, Pavón. Disfrútalo mientras. Se pondrá interesante. Siempre lo es al final.
 

--Ta bueno.  No tengo miedo.

Salí de mi covacha. Me fui agarrado del barandal, muy despacito, bajando las escaleras. Salí a la explanada de los multifamiliares. Para mi sorpresa, había unos vivaques de sombrerudos y soldaderas ahí.  Las mujeres echaban tortillas o cargaban cartucheras para su hombre.  Algunas traían a un chamaco color de barro mamándoles el pecho. 
 

¿Pos de que bando serán estos cabrones me pregunte?  Y es que estaban todos mezclados: pelones vestidos de federal, villistas con sombreros tejanos, unos indios sureños con calzón blanco y huaraches.  ¡Hasta vide unos negros de los Búfalos!  ¡Milagro que no se desataba una balacera!  A la mejor los están licenciando, pensé.  Bien, ni caso tiene andar matándose para que al final nos gobierne tanto pendejo pensé.   

Caminé entre ellos sin que me hablaran. Brígida me agarraba del brazo y hasta se veía orgullosa.  Bueno, después de todo soy general y traía el uniforme y la aguilita en el quepí.  Algunos soldados se pararon al verme y se cuadraron y me saludaron respetuosamente.  Creí reconocer sus caras morenas pero no los podía ubicar.  Contesté su saludo, aunque sabía que solo eran sombras.

--Ese mi general, ¿Qué milagro? --dijo el despachador del sitio de taxis al pie de los multifamiliares.

--Don Chavo, tengo que ir a cobrar mi chivo. ¿No tiene uno de sus muchachos que me pueda llevar?

--¡Lupe! --ordenó el despachador--.  Lleva a mi general al campo militar número uno. Va a cobrar su chivo.  Lo esperas ahí y me lo traes sano de regreso, ¿entiendes?

--Súbase, mi general --dijo cortésmente el taxista abriéndome la puerta de su cocodrilo. 
 

Dejé que Brígida se encaramara primero luego me subí yo.

--¿Y ya se compró su tele para ver las olimpiadas mi general? –pregunto Lupe.

Todavía no. Ya mero –no quería armar bronca con el chofer.  
 

La verdad es que me importan una chingada las olimpiadas.   

Tomamos al sur.  Vide a la acera.  Había los grupitos de siempre en las esquinas esperando que pasara su camión o trolebús para ir a la chamba o a la escuela.  Vide que una mujer alta caminaba muy quitada de la pena entre la gente. Estaba elegantemente vestida a la manera porfiriana. Pero esto no causaba admiración entre los transeúntes.  Era como si no la pudieran ver.  Note que tenía buenas grupas, lo admito, aunque no quise ver sus nalgas con mucho detalle no me fuera Brígida a regañar.  Al pasar junto a ella se voltio a verme.  Su cara era una calavera. Ella me sonrió y creí oír una risa argentina.

--¡Ay vieja! –gemí por la impresión.

--¿Está usted bien, mi general?  --preguntó el taxista con algo de preocupación.

--Te dije que se iba a poner interesante Manuel --me murmuró Brígida--.  Tienes que portarte valiente.  Es el último trecho.  Y lo que falta es nomas traslomita.

Un recuerdo me regreso el ánimo. 

--Un día le dije al cara de sapo de Diego que no estuviera pintando chingaderas cuando estaba enmariguanado.  Pero el cabrón me dijo que ansina veía lo que los demás no podían ver.  Y que además algún día yo vería a la catrina y ahora admito que Diego tenía razón.  Quesque todos la vemos al final y que no se necesita fumarla para verla cuando ya estás en la cola de salida.  Yo creía entonces que me estaba cabuleando el cabrón.  Y es que con cualquier pretexto solía ponerse grifo.  Quesque era cosa de bohemios. 

--¿Perdón, mi general? –pregunto Lupe sin comprender.

--Usted maneje –le respondí--. No se preocupe por mí.  Esto ya me empieza a divertir.  Nomas no me atropelle a la catrina.  Luego me va a reclamar el cara de sapo.

El taxi paró bruscamente.

--¡Ya ni la chingan! --se quejó el taxista.

--¿Qué pasa? ¿Un embotellamiento?

--Son los estudiantes. Creo que hay una bronca allá adelante.

--¿Vasconcelistas?

--No, son los muchachos de la Universidad. Les van a partir la madre.

--¿Y por qué?

--Ah que mi general, ¿a poco no ha oído a Jacobo?

No tenía ni idea de que me hablaba el hombre. Yo me pasaba mis días entre mis libros, hablando con los fantasmas. Ni radio tenia. No compraba periódicos. Acaso me iba a las tienda de libros viejos que tenía un judío en la Lagunilla. Ese era el único Jacobo que conocía. Pero no, no me había comentado nada ese fulano. Súbitamente, un día, me di cuenta que ya era un anciano. Francamente, ya no me importaba mucho que carajos le pasaba al mundo.

De pronto una nube de soldados apareció corriendo por la calle. Algunos portaban ametralladoras. Iban inspeccionando los automóviles. Al llegar al taxi, el chofer les dijo: 
 

--Traigo a un general conmigo. Lo llevó al campo militar número uno.

Los soldados vieron mi uniforme y no dudaron en abrirle el camino al taxi. Alcance a ver unos camiones de redilas donde estaban subiendo a unos jóvenes. Algunos sangraban.  Se oían mentadas de madre y los soldados les daban de patadas y culatazos.

--Dios mío, ¿pos que está pasando?  Han de ser gente del señor de la Huerta. Bien decía yo que les iba a ir mal si se ponían contra Plutarco y Álvaro.  Es más, yo creo que el manco a propósito les pico la cresta para poder chingarlos.
 

Recordé la escena.  Vide a mi general Rueda Quijano despidiéndose de mí antes de caminar al paredón.  Había sido uno de los generales más aguerridos de Pancho y era todo un jinete.  Luego se levantó con el señor de la Huerta y el manco y el turco lo derrotaron. 

--Ahí te encargo, Manuel, no dejes que me apunten a los huevos. 

--No se preocupe, mi general.  Ya hable con los muchachos.  Usted no sufrirá. 

El hombre me dio un apretón de manos y sonrió y camino despreocupado a la pared descarapelada ahí juntito, como quien va por el pan.

--Es que estos muchachos le han estado mentando la madre al trompudo, mi general –explico el taxista volviéndome a la realidad--.  Vámonos al pasito y yo creo que no nos pasa nada. ¡Qué bueno que vino uniformado! 

--¿Al trompudo? ¿Dice usted al señor presidente Díaz Ordaz?

El chofer se puso nervioso. 
 

--Es solo un dicho, mi general, ya ve usted como es la gente.

Me reí para que no se pusiera nervioso el infeliz.  ¡Ni modo que le fuera a descargar un plomazo por insultar al trompudo!
 

--No se preocupe don Lupe. Yo vide al cabrón trompudo ese tan solo ayer. Quería…quería que le dijera donde Pancho Villa dejó un entierro.

--¿A poco? ¿Usted vio al trom, perdon, al presidente?  ¿Y usted sabe dónde está un entierro de Villa?

Si, Brígida, esto se ponía rete interesante. El taxi ya no era un cocodrilo. Era un Ford de esos viejos, de las películas de Mack Sennet. Y el chofer ahora tenía un mostacho a la kaiser en lugar de sus bigotes de aguamiel y portaba una rayita en medio de la cabellera.  Carajos, creo que hasta el aire de la capital ya no olía a mierda.

Una sensación de euforia se apodero de mí. Si ansina era la despedida pos valía la pena morir.  ¡Qué pinche desmadre se armaba ante mi vista!  Ya ni sabía en qué año estaba.  Todo era un revoltijo, con autos del año, biplanos junto con jets en el aire, anuncios espectaculares tanto del PRI como del Circulo Nacional Porfirista (para el caso son lo mismo), etc.  Había gente a caballo, vivaques de sombrerudos, y cabrones con sombrero carrete por doquier.  Vide a don Nicolás Zúñiga y Miranda caminar del brazo de don Susanito Peñafiel discutiendo seguramente de la inmortalidad del cangrejo.  Ambos me reconocieron y se quitaron el sombrero a manera de saludo y respondí igual. A mis oídos llego música y oía a la Conesa cantando  Oí los gritos de los chichicuiloteros mercando sus animales.  Oí silbatos de locomotoras jalando trenes llenos de sombrerudos y también oí a grupos de muchachos universitarios gritándole mentadas de madre al trompudo y hasta alguna balacera distante.  Praxedis Guerrero estaba en una esquina, ante una pulquería con una jícara en la mano y parecía no importarle que tenía parte del cráneo abierto por el plomazo que lo mato.  Es más, me sonrió como diciendo que eso no era nada y que ni le dolía, y alzo la jícara y bebió.  Ante un aparador un grupo de gente veía la televisión donde unos huevones en calzoncillos estaban corriendo y se anunciaba el eminente inicio de las olimpiadas.  Y para acabarla de chingar, alcance a ver a la cabrona catrina esa aventándome un beso desde una esquina.  ¡Puta madre!  Pinches muertos, ya se estaban cabuleando de mí.
 

--¿Entonces si sabe dónde Pancho enterró oro, mi general? –insistió el taxista que probablemente era aficionado a las películas de Pedro Armendariz. 

--¡Puro pico! –me reí--.  Pancho nunca me dijo nada sobre un entierro.  ¡Pos si era yo un pinche chamaco quesque teniente!  ¡Hágame usted el chingado favor!  Pancho tenía a su gente de confianza, puros coroneles para arriba, y cuando requería enterrar algo los llamaba y lo acompañaban a la sierra, nomás ellos, e iban a enterrar el oro.  Ahora que si drenan la laguna esas donde se ahogó Fierro seguro encuentran harto oro pues se con certeza que traía una víbora al cinto rellena de centenarios.  ¿Por qué cree que se ahogó?  El peso del oro lo jalo.  Además, el diablo ya lo quería con él.  Seguro se las dio de lugarteniente en cuando cayó allá abajo. 

--Jijos, mi general, ¡que historias ha usted de saber habiendo conocido a todos esos próceres! 

--¿Próceres?  Pos tal vez lo hayan sido los cabrones.  Y si, algún día le contare la historia de los calzones de la Conesa.  Pero si, ayer estuve en Los Pinos. Y el trompudo me estuvo insistiendo que le dijera donde estaba el pinche entierro.  Pero no le iba a decir nada al señor.  Digo, si Pancho me dijera donde está el oro y me ordenara revelarlo pos solo así lo haría.  Es más, el otro día hable con él y no me dio orden alguna al respecto.  Así pues pos ¿quién se cree que es el trompudo ese y que chingaos le iba a revelar?  

--Pos no –respondió el taxista tratando de imaginar la escena. 

--¿Sabía usted que me oriné en el despacho del presidente? ¡Ja ja ja!

--¡Ah cabrón! --se rio el taxista.
 

--Era para que me hubieran fusilado por mearme ahí pero el generalote ese al que le mate a su padre no me hizo el favor.  Me resulto grandote pero coyón, carajos. 

El taxista sonrió quedamente.  Mi fama de ser un viejo loco estaba más que confirmada.

Normalmente el taxi me llevaba a la comandancia donde estaba la pagaduría. Ahora, sin embargo, había un retén a la entrada.

--Traigo un general –le explicó el chofer al soldado que nos hizo el alto.

--¡Cuádrese cabrón y salude! --dije sacando la cabeza y extendiendo mi carnet.

--Perdone usted, mi general --dijo luego luego el soldado saludando. 
 

Era un muchachito, indito como lo son por lo general nuestros soldados.  Creí reconocerlo.

--Usted es el chavito del piquete en el camino a Pachuca ¿verdad?

El joven soldado me veía extrañado. 
 

--¿Mi general?  Usted perdone pero no entiendo.

Ya no había taxi. Ya no había ciudad. Estaba yo en una cañada a dos leguas de Pachuca inspeccionándole una pata a la Babayaga. Junto a mí un sargento herrero me ayudaba.  Habíamos incursionado en la retaguardia de Obregón para causar confusión y ayudar a Pancho a retirarse al norte sin broncas después de la putiza que recibimos en Celaya.  Pero ahora teníamos que evadir al enemigo y alcanzar nuestras líneas.  Estaba difícil.  Andábamos bajos en parque y teníamos carretas llenas de heridos.  Y para acabarla de chingar, mi yegua estaba renga.

--¡Un jinete! --murmuró un soldado. En efecto, el vigía hizo un sonido como de pájaro. Se oyeron varios rifles cortar cartucho.

--¡No disparen cabrones! –reconocí la voz de mi tío.

--Es el capitán Pavón --dijo Fierro saliendo de su tienda de campaña con la mitigüeson en la mano.

Varias manos agarraron las riendas del caballo de mi tío y lo ayudaron a apearse. Ambos, caballo y jinete, estaban cubierto de sudor. El calorón arreciaba. Le pasé mi cantimplora. Para mí ya no era septiembre del 68. Era el mes de julio de 1915.

--Mi general --dijo mi tío saludando a Fierro.

--¿Y bien, Pavón?

--No nos esperan. Hay un piquete en el camino que sale por el norte. Tienen ahí una ametralladora y unas trincheras. Pero puede uno entrar desde el sur, siguiendo el camino que bordea al ferrocarril. Ahí no vide a nadie cuidando.  El camino ese llega hasta la estación. Frente a esta está la plaza de armas. Logre entrar y conté como 600 pelones. Pero son puros chavitos de leva, mi general.

--¿Pura gente de leva? --Fierro sonreía con su sonrisa de lobo estepario.

--El cuartel está en la misma plaza de armas, junto al palacio municipal. Nadie me la hizo de tos y camine entre ellos sin bronca.  Oí que esperan un tren con refuerzos. Aparentemente el Pablitos saco al ejército de la Ciudad de México para perseguirnos.  
 

A continuación mi tío mostró un periódico.  

--Dice aquí que Obregón cree que nuestra columna anda huyendo por la sierra y destacó gente desde San Luis para cortarnos el camino al norte. 

--Mientras no sean yaquis, el resto de los pelones valen madre –dijo Fierro escupiendo. 

--No vide a esos cabrones, mi general.

El general González Garza, ex-presidente de la convención y segundo al mando de nuestra columna leyó con cuidado el periódico. 

--Aparentemente temen también que nos dirijamos a la huasteca veracruzana.  El cónsul británico ya le exigió protección de los yacimientos a Carranza.

Fierro enrollo y prendió un pitillo. 
 

--En efecto, Álvaro tiene miedo que nos vayamos sobre los pozos como quería Pancho que hiciera Urbina –explico Fierro sonriendo--. Más bien sería mejor irnos sobre Veracruz y de una vez por todas fusilar al viejo barbas de chivo, ¡ja, ja!

--Es cosa de que ordene usted y vamos a visitar a Carranza --se rio mi tío--. Y si quiere, lo enrollamos en una alfombra como a Cleopatra y se lo llevamos a Pancho.
 

Todos soltamos una carcajada imaginándonos la escena.  Visualice al viejo barbas de chivo dando mentadas de madre mientras emerge de la alfombra vestido y maquillado como reina de Egipto mientras Pancho con su mano en una spata y vestido a la romana como Julio Cesar lo observa cagándose de la risa.  De plano, pensé, el sol ya me estaba afectando.

--Mi general --continuó González Garza--.  Esto quiere decir que hemos logrado nuestro objetivo. Pablo González anda correteándonos y Obregón ha tenido que distraer gente para combatirnos.

--Entiendo, don Roque –respondió Fierro--. Muchachos, carajos, la verdad, con 300 cabrones todavía hábiles no creo que lleguemos ni siquiera cerca de Veracruz. Si no, iba y colgaba de los huevos a ese barbón cabrón. Además, tenemos las carretas llenas de heridos y no tenemos vendajes ni parque ni forraje para los animales.

--Mi general --explico mi tío--,  yo vide unas bodegas atrás de la iglesia. Estaban llenas de vituallas y pertrechos.

--¿Está seguro Pavón?

--Sí, mi general. Hasta vide como metían ahí unas cajas de munición.

--¿Atrás de la iglesia? –los ojos de Fierro estaban entrecerrados.
 
--Si, la bronca es que divisé una ametralladora en una de las torres de esta. Además, los pelones esperan un tren de refuerzos de un momento a otro. No sé a dónde los meterán. El cuartel está a reventar. La gente la tienen haciendo vivaque sobre la plaza de armas. Traen un desmadre. Como dije, son pura gente bisoña.

--¡Escuchen! –anuncio Fierro con voz llena de confianza mientras pisaba su pitillo--.  Vamos a entrar por el camino del ferrocarril con las carretas vacías. Usted, don Roque, se lleva las carretas de los heridos a las canteras que están al norte de la ciudad. Ahí nos espera. Si nos lleva la chingada, trate de regresar con Pancho o ríndanse si le dan garantías. ¡Monten!

--¿Cómo está la Babayaga? --me preguntó mi tío.

--Sigue renga. No la puedo montar ansina.

--Mándala con los heridos y toma un animal de la remonta. Si la hieren Brígida te va a capar.”

Así hice y me dieron un caballo viejón que era mucho más fácil de montar que la yegua cabrona esa que se parecía mucho a su dueña.

Nos fuimos al pasito para no reventar a la caballada con el calorón. Afortunadamente el camino al lado de la vía del tren estaba arbolado y nos daba sombra. Adelante iba Fierro con sus oficiales y un corneta de órdenes.

Yo estaba atrás, con las carretas. Tenía cinco hombres a mi mando. Estos eran dos sargentos, Robledo y Estrada. Habían además otros tres soldados: el Lupillo, un chavo tan joven como yo, otro que le decíamos “La Bruja” cuyo nombre ya olvide, y un soldado viejo llamado el Chichete. Robledo y el Chichete manejaban dos carretas vacías. Iba al lado de Robledo también un enfermero de nombre Selim. Este era un turco (libanes) que había tomado el primer año de medicina antes de unirse a la bola. Era muy bueno, sin embargo, y había aprendido más matando heridos que si hubiera acabado la carrera. Le teníamos mucha confianza.

El camino hizo una curva.  Para nuestra sorpresa, adelante aparecieron dos centinelas a pie, en medio del camino. A algún jefe cayo en cuenta que no había guardia en el camino de la vía y había mandado a esos dos infelices ahí a cuidar.  Se trataba de los típicos soldados mexicanos de leva: vestidos de khaki, con quepis juarista, aindiados, calzando huaraches, mal comidos, mal entrenados. Pobres cabrones, pensé, ansina anduve yo cuando me agarró la puta leva.

--¿Quién vive? --gritó uno de ellos. 
 

La voz era de un jovencito. Sonaba como esos gallos que están aprendiendo a cantar.

Fierro no dio ninguna orden. Tan solo seguimos cabalgando.

¡Alto! --ordenó el centinela. 
 

El chamaco tenía un rifle viejísimo. Tal vez su abuelo lo había usado para matar zuavos. Pero eso sí, lo sostenía con firmeza y apuntaba a la cabeza de la columna sin intimidarse.  Mientras, el otro centinela, otro chamaquito, tenía dificultad en cortar cartucho. Las manos le temblaban y las balas se le cayeron.

El centinela disparó. No le dio a nadie. 
 

Fierro ni siquiera apuntó. Sacó la pistola y disparó. El pobre chamaco cayó muerto instantáneamente. El otro chamaco vio con azoro a su compañero. Estábamos ya a unos cuantos metros de él. Tiró su rifle y se fue corriendo hacia un lado del camino con la rapidez de un conejo, tal era su miedo.

--Quítenlo del camino --ordenó Fierro. 
 

El general contemplaba su sombrero tejano con interés y hasta cierto morbo. La bala del centinela había dejado un agujero en el Stetson. Tan solo una pulgada más abajo y lo hubiera matado.  

Recogimos al centinela. En efecto, era tan solo un muchachito. La bala le había entrado por la frente y le había estallado la parte de atrás del cráneo.   Había un horrible charco de sangre en el camino hecho resbaladizo por los sesos derramados.  Levantamos el cuerpo y lo aventamos a la cuneta.  

--Carajos –dijo Fierro suavemente--.  Que desperdicio.  Ese chamaco era de huevos.

El otro centinela se veía correr en lontananza. Fierro apuntó. Sabiendo como tiraba podía considerársele hombre muerto. 
 

--¡Una chingada! --rugió Fierro--.  Ese chamaco no vale una bala. ¡Sigan adelante!  Ojala que no hayan oído los disparos. 

Adelante se veían las torres de la iglesia de Pachuca.

La sorpresa fue total. Llegamos hasta la misma plaza de armas sin que nos interrumpiera nadie. ¡Hasta nos formamos en línea! Los soldados carrancistas nos veían extrañados. Finalmente uno de sus jefes cayó en cuenta de lo que estaba sucediendo. Se oyó un clarín tocar la alarma. 
 

--¡Abran fuego! ¡Carguen! --ordenó Fierro.

Los dispersamos por completo. Entramos entre ellos repartiendo sablazos y disparando. Ni siquiera alcanzaron sus rifles. Había pelones corriendo desarmados por todas partes. 
 

--¡Váyanse sobre la iglesia! --ordenó Fierro--. ¡Muevan esas carretas!

--¡Pícale Robledo! --le ordene a mi gente. 
 

El sargento y el Chichete afuetearon a las mulas.

De pronto se oyó el taca taca de una ametralladora. En efecto, desde lo alto de la torre de la iglesia nos empezaron a disparar. Pero el chavito que lo hacía solo roseaba la plaza sin control, a lo pendejo. Empezó a matar tanto a villistas como a su gente.  Pero vide como el Chichete se dobló y cayó de la carreta.  La Bruja tomo las riendas.

--¡No se detengan! ¡Tomen la iglesia! --rugía Fierro.

Las balas silbaban a mí alrededor. De pronto me sentí caer. Me di tremendo golpazo en el costado y tenía a mi caballo encima de mí. Lo habían herido y relinchaba que daba lastima. A duras penas logre quitarme de debajo de él y le di un plomazo para que no sufriera. Habían heridos y muertos por todas partes. Las carretas estaban detenidas.

--¡Aquí teniente! --me gritó la Bruja. 
 

Mis hombres estaban agazapados debajo de una de las carretas.

--¡Me lleva la chingada! --juraba Fierro. 
 

El general estaba a pie también. Le habían matado el caballo. Caminaba entre la plaza aparentemente inmune a las balas gritando y dando órdenes.  La ametralladora seguía causando mortandad en la plaza.

--¡Denme un rifle!  --ordenó Fierro. 
 

Robledo le pasó un 30-30.

Fierro se encaramó sobre la carreta. No le tenía ningún respeto a la muerte y ciertamente tampoco a la puntería del chamaco pendejo en lo alto de la torre.  Fierro apuntó con cuidado al grupo de soldados agazapados alrededor de la ametralladora en la torre de la iglesia. Hizo tres disparos rápidos. Se oyó un grito de dolor. La ametralladora dejó de disparar. Vimos a un hombre caer exánime sobre esta. Luego, segundos después, otro hombre cayó desde lo alto de la torre de la iglesia, dando varios tumbos al pegar con las cornisas.

--A ver, Pavón –le dijo Fierro a mi tío--, llévenos dónde están esas putas bodegas. ¡Muevan estas carretas!
 

Nosotros lo contemplábamos con admiración y de inmediato nos aprestamos a obedecerlo. Nadie sino Rodolfo Fierro hubiera hecho esos disparos.

El turco Selim tenía al Chichete en una de las carretas. El herido tenía la camisa tinta en sangre y babeaba espuma sanguinolenta. 
 

--Es un rasguño tan solo, mi Chichete --le dijo Selim quedamente.  

Sin embargo, cuando me vio Selim tan solo sacudió la cabeza. Al Chichete se le oía el aire escapársele por el pecho donde la bala había entrado y colapsado un pulmón. En efecto, el infeliz expiró un minuto después.

--¿Y usted que tiene?  ¿Por qué esta chueco? --me pregunto Selim.

¿Yo?” 
 

No me sabía herido. De pronto sentí un dolor tremendo en el brazo izquierdo. El turco me inspecciono con cuidado.

--Muerda esto --ordeno el turco dándome un pedazo de cuero--.  Usted tiene el hombro dislocado. Ahorita se lo arreglo. No le va a doler.
 

El turco me agarro del torso con una mano y agarro mi brazo con el otro.

--¡Hijoeputa! --grité de dolor. 
 

Pero el tratamiento fue efectivo.

Llegamos a las bodegas y empezamos a cargar las carretas.  Minutos después el turco estaba contentísimo pues había encontrado toda clase de vendajes y medicinas. 
 

--Mire mi teniente --dijo Selim sosteniendo un serrucho--.  ¡Que chulada de instrumento! Es una sierra de huesos para hacer amputaciones. Viene de Alemania. Es lo mejor que hay. He estado amputando a hachazos.

Yo me encontraba sobre una carreta sosteniéndome el brazo adolorido. 
 

--¡Muy bien Selim! 

La imagen del turco aserrando alegremente mi brazo me dio escalofríos. 

--¡Píquenle en cargar las carretas! –ordene--. ¡Busquen también vituallas!”

Rápidamente desplumamos las bodegas. En lontananza se oyó el silbato de un tren.

--Es el tren de los refuerzos, mi general --le informó mi tío a Fierro.

--Vamos evacuando Pavón. No voy a sostenerme aquí. Nos dirigiremos rumbo al norte, internándonos en la sierra.

Un viejo dolor se volvió a manifestar en mi hombro y me regreso a la realidad.  

--¡Cabrón Selim! ¡Yo creo que estudiaba para veterinario!

--Es que ya tiene demencia senil --alcance oír al taxista murmurarle al soldado. 
 

Estaba otra vez frente al campo militar número uno.

--¡Vengo a cobrar mi chivo! –insistí-- ¡Déjame pasar chavito! ¡Puta madre!  O Fierro te dará otro plomazo para que ya te acabes de morir.
 

--Pásele por favor mi general --contesto el soldado cuadrándose y saludándome otra vez.

--¿Quiere que vaya con usted? --preguntó el taxista. 
 

El taxista se había estacionado frente a la comandancia.

--No, está bien, don Lupe. Espéreme usted aquí por favor.  ¡Y no estoy senil, puta madre!  ¡Más bien estoy loco y me estoy muriendo y la puta vida me causa risa!

--No te enchiles, Manuel.  Ven, vamos a cobrar el chivo.  Estas en la pagaduría --me dijo Brígida sosteniéndome y hablándome con ternura.

Había vuelto a la cordura o lo que pasaba por tal en mi caso. Aparte del fantasma de Brígida, todo era normal. La pagaduría estaba en un edificio al lado de la comandancia. Entré. A lo largo de las paredes estaba el grupito de soldados viejos de siempre.

--¡Viva Villa, bola de pelones! --les dije a manera de saludo.

--Ah que mi general, ¡no se nos ha petateado todavía! --me contesto risueño un ex-mayor que había andado con Obregón y que hacia la cortesía de darme el saludo reglamentario.

--Y bien, mi mayor, ¿ya abrieron? --le pregunte contestándole el saludo.

--Ya tenemos una hora esperando, mi general --contestó un indiote tamaulipeco que era sargento y que había andado con Lucio Blanco--.  Y pos no, no han abierto. Quien sabe que bronca se traen.

Se oyó una conmoción afuera.  No me apetecía quedarme entre el grupo de vejetes discutiendo las mismas batallas de siempre.  Me salí a ver. Un nutrido grupo de mujeres habían forzado el paso en el piquete y ahora estaban arremolinadas frente al edificio de la comandancia.

--¡Regresen nuestros muchachos!

--¡No sean ojetes!

--¡Mi Jorgito no es revoltoso!
 

--¡Es un abuso!  ¡Mi niño siempre ha sido respetuoso!

--¿Dónde está mi hijo?

--¡Regrésenme a mi muchacho cabrones!

--¡Quiero ver a mi hijo!

Una mujer formidable, de pechos generosos y nariz aguileña, ya de mediana edad, encaro a los soldados.
 

--A ver, cabrones, ¿dónde quedo el honor de México?  ¿Dónde está el honor del uniforme ese que portan?  Con el pueblo desarmado que les da de tragar si son rete valientes, ¿verdad?  ¡No son sino los tristes gatos uniformados de los de arriba!  ¡Dan vergüenza cabrones!

Otra vez la sensación de euforia se apoderó de mí.  Me sentí rejuvenecer. Mis pasos me llevaron seguros, firmes, hacia las mujeres. “
 

--Y ora, ¿qué chingaos se traen? –demande saber.

--Mi general, ni se les acerque --me aconsejo el mayor. 
 

Varios de los vejetes intentaron agarrarme pero me les zafe.

--¿Y qué le importa a usted hijoeputa!? –me pregunto con desdén una de las mujeres.

El resto de las mujeres ya habían perdido el miedo a los soldados.  Así que menos respeto le iban a tener tal a un vejete como yo.

--¡Usted deshonra ese uniforme!”

--¿No le da vergüenza portar ese uniforme?

--Tranquilas, señoras.  Soy el general Pavón.  ¿Qué está pasando? --pregunté con firmeza.

Noté que los soldados habían cerrado herméticamente las puertas de la comandancia. Las mujeres seguían gritando y llorando desesperadas. Daban golpes en las puertas. Para mi eran soldaderas. Querían tener razón de sus juanes.

--¿Tienen una lista de nombres? --pregunté a gritos.

La mujer formidable de la nariz aguileña me dio una lista. 
 

--Mire viejito, aquí están los nombres. ¿Qué va a hacer con ellos?

La mujer se me hacía conocida. 
 

--¿Usted es Juana Gallo verdad? Yo vide cuando le mentó la madre a Huerta durante el entierro de Madero. ¡Eso es tener tamaños!  Mis respetos, señora.

--Mire, viejito, no se haga pendejo. Mi nombre es Rosario. ¿Qué va a hacer con la lista, cabrón?  ¡El horno no está para buñuelos!  Los soldados han estado desapareciendo a nuestros muchachos todo el día.  Y nadie nos da razón de ellos.

Sin decir más, me abrí paso entre las mujeres. Empecé a golpear la puerta y a ordenar que me abrieran. De pronto la puerta se entreabrió y me jalaron adentro.

--Usted perdone, mi general --dijo un capitán--. Ya vienen los policías militares.

--¡Me importa un carajo! Dele esta lista a mi general Morelos Zaragoza. Son los nombres de gente que se llevó de leva. A ver cuántos de esos cabrones regresaron vivos.

--Con el debido respeto, no entiendo mi general --contesto el capitán agarrando la lista--.  ¿Le paso esto al general Morelos Zaragoza?

--¿Qué?  ¿No entiende?  ¡Los trenes con la gente de Morelos Zaragoza acaban de llegar de Tampico, cabrón!  ¿Dónde está Higinio Aguilar? ¡El viejo estaba al mando de los trenes de la retaguardia! ¡Díganle a don Higinio que las viejas quieren saber de sus juanes!
 

El capitán me veía con asombro.  Tal vez esperaba que a continuación empezara a espumear por la boca.
 
--¿Está usted borracho mi general?

--¡Borracha tu puta madre, cabrón! –mi mano se fue a mi cintura donde por supuesto no encontré ninguna fusca--.  ¡Si no dejan entrar a esas viejas al cuartel a buscar sus hombres le digo a mi gente que abra fuego!

--¡Pinche viejo senil! --gritó el capitán y sus hombres me sacaron de un aventón.

--¡Natera! ¡A mí! --grite al incorporarme de donde había caído hecho un ovillo--. ¡Malditos pelones les vamos a partir la madre!

Las mujeres seguían gritando y llorando. 
 

--¿Y bien?  ¿Qué chingaos logro?  --me preguntó la tal Rosario.

--Pos les di la lista. Deje que encuentre a Higinio Aguilar. El viejo es un cabrón pero…

No acabé la frase. Una turba de policías militares se dejó caer entre las mujeres repartiendo culatazos. Los gritos eran desgarradores. Vi a la “Juana Gallo” caer de un culatazo en la sien.

--¡Cobardes! ¡Son mujeres! --les grité--.  ¡Pónganse con hombres!
 

Un culatazo me tumbo y caí. 

--¡Pendejo! –le dijo un sargento al soldado que me había dado el culatazo--.  ¿Qué no ves que trae uniforme ese cabrón? 

--¡Me cago en este uniforme! –conteste pues sentía una tremenda vergüenza al portarlo.

Dos soldados me levantaron en vilo y me llevaron a donde estaba el chofer del taxi.

--¿El viejito este viene con usted? ¡Lléveselo ya!

Me subieron al taxi. Oía los gritos desgarradores de las mujeres. Yo lloraba de rabia e impotencia. Me había despertado y me sabía anciano. No había fantasmas a mí alrededor. No había catrines ni sombrerudos en las aceras. Y la calaca catrina no se paseaba por las calles. No era un Ford viejón el que me transportaba. Era un cocodrilo. Era septiembre de 1968 no 1915. ¡Y no, no veía a Brígida porque ella murió en El Carrizal!  Y por pendejo, concluí, por hacerle al Quijote a lo güey, no había cobrado mi chivo.
 

Y peor, las palabras en boca de las mujeres, dichas con rabia y desesperación, como si fueran mentadas de madre: “el honor de México”, “el honor del uniforme”, me sonaban en el cerebro, me torturaban. Quería arrancarme el uniforme y quedar encuerado como cuando nací y no había pecado todavía.  Lloré con amargura, de vergüenza. Si: la vida es un sueño y solo se puede vivir soñando, porque la realidad tiene más vergüenzas que orgullos.  ¿Y a quien chingaos le gusta que le lluevan golpes en el lomo? 

Momentáneamente se me había quitado lo loco.  Y me sentía de la chingada más por el regreso a la cordura que por el culatazo.  Pero si había una compensación.  Logre conocer la verdad, privilegio del que no goza la mayoría de los “cuerdos”.  Y es que supe entonces que el infeliz chamaco, el soldado de leva que le disparó a Fierro en el camino a Pachuca, el indito ese con sus huaraches y su uniforme de caqui lamparoso color de mierda seca, con su quepí juarista y su rifle viejo, el pobre cabrón que nació, creció y murió mal comido, el triste soldado de leva que con muchos huevos hizo su deber hasta lo último, el hombre en toda la extensión de la palabra que le había marcado el alto de frente a mi general Rodolfo Fierro, ¡pues ese infeliz chamaco y las viejas entronas que no se arrugaban ante los soldados eran el verdadero honor de México!

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