IX. Casas Grandes
San
Antonio, Texas – finales de noviembre de 1910
Praxedis
Guerrero prendió su cigarro inglés.
--Señores,
los reportes que nos llegan indican que lo de Madero prendió –indico Praxedis
poniendo su mano sobre varios telegramas.
--Me
asombra que los burguesitos le hubieran entrado a los plomazos –apunto con
escepticismo Ricardo Flores Magón.
--No
hay duda, Ricardo –insistió Praxedis--.
Hay brotes en toda la república.
Pero no, esto no está prendiendo en las ciudades. Por ejemplo, en Veracruz, reportan que varios
rebeldes han asaltado haciendas por el rumbo de Jaltipan.
--O
sea, es el proletariado el que se está levantando –afirmo Jesús Flores Magón.
--Son
los más entrones –admitió Praxedis--. La
gente de rancho tiene armas o por lo menos machetes y muchas cuentas que
ajustar con la oligarquía. Tanta
injusticia cometida por tanto tiempo no podía quedar impune.
--En
tal caso, ¡debemos seguir publicando para atizar la rebelión! –propuso Ricardo.
Praxedis
sacudió la cabeza.
--No
señores –dijo Praxedis--. Ustedes me
nombraron comandante en jefe de la confederación de ejércitos liberales. Si me contento con ostentar el nombre ese tan
rimbombante y no actuó sería ridículo.
Bajo ningún concepto debemos permitir que los burguesitos de Madero se
apoderen de esta revolución. Si eso
ocurre, esta no llevaría a nada y quedaría inconclusa. Vamos, ustedes lo saben bien. Niéguenlo.
--Tenemos
muy pocos medios, Praxedis –explico Ricardo.
--Lo
sé –reconoció Praxedis--. Algo me
quedaba de mi herencia familiar, joyas, relojes, que se yo. Lo vendi todo. Propongo dirigirme a El Paso y ahí comprar
armas. Tenemos simpatizantes ahí que
estoy seguro se me unirán.
--Por
Dios, Praxedis, necesitamos tu pluma aquí –le rogo Ricardo.
--Si,
Praxedis –le insistió Jesús--. Servirás
mejor a la revolución desde aquí, escribiendo, arengando.
Praxedis
se levantó bruscamente.
--Señores,
por favor, no insistan.
--¡Te
vas a hacer matar a lo pendejo! –le espeto Jesús.
--¿Y
vamos a seguir de mirones mientras los burgueses encabezan esta
revolución? ¡Con un carajo! Nos costó mucha sangre y muchos muertos llegar
hasta este punto. Acuérdense de los
alzamientos previos y todos los caídos que sufrimos cuando estos
fracasaron. No actuar seria traicionar
su memoria.
--Nadie
habla de traicionar, Praxedis –dijo Ricardo.
--Pos
para mí si sería tal, Ricardo. Yo me
voy. Ojala nos volvamos a ver.
Ni
Ricardo ni Jesús dijeron una palabra cuando vieron a Praxedis dirigirse rumbo a
la salida. Sin embargo, este se detuvo y
se volteo a verlos. Praxedis abrió sus brazos
y los dos hermanos Flores Magón lo abrazaron.
Así fue como Praxedis salió de la redacción de Regeneración. Tenía los ojos llorosos. Luego recogió sus pocas pertenencias en el
humilde cuarto que rentaba y se encamino a la estación del tren.
Casas
Grandes – primero de enero de 1911
Mi
tío, Francisco Pavón, se apeó de un vagón de segunda. Escudriño a su alrededor con recelo. Estaba solo.
De sus dos compañeros, uno había decidido regresarse a Veracruz cuando
llegaron a Tlaxcala. El otro fue
levantado por la leva en San Luis Potosi. Fue
a base de muchos sobresaltos y peripecias que Francisco había logrado llegar
tan al norte. Iba siguiendo rumores,
noticias vagas de alzamientos. Los
periódicos del régimen sistemáticamente ocultaban la verdad. Finalmente estando en Chihuahua había oído
que una columna al mando de Praxedis Guerrero había amagado Casas Grandes y
hasta ahí había encaminado sus pasos.
El
frio era glacial. Francisco se tapó con
su sarape y se caló el sombrero. Varios
trenes militares ocupaban el andén. Veía
a las soldaderas de los federales preparar el rancho. Varios juanes se arremolinaban junto a una
fogata. Francisco los veía con
recelo. Decidió alejarse de la estación para
evitar que lo detuvieran. Encamino sus
pasos al pueblo. No había señales de un
combate. ¿Sería falso lo que había oído que
Praxedis Guerrero había intentado tomar Casas Grandes?
En
una fonda pudo entablar conversación con el cantinero, un peninsular.
--Si,
hubieron unos tiroteos en las afueras hará una semana.
--¿Era
la gente de Praxedis Guerrero?
--En
efecto, tal era el nombre que se mencionaba del cabecilla. ¿Por qué os interesa?
Francisco
vacilo. El peninsular se rio.
--No
os preocupéis, amigo. No sois el primer
aventurero que entra aquí. Soplan
vientos de fronda, carajos, y yo prefiero no meterme en vuestros asuntos. El caso es que según dicen ya está juzgado de
Dios ese tal Praxedis.
--¿Qué
dice usted?
--Pues,
veréis, Praxedis Guerrero no pudo tomar este pueblo. Dicen que no tenía sino una docena de hombres
y la guarnición eran como 100. El caso
es que se dirigió a Janos.
--¿Dónde
está eso?
--Como
a 70 kilómetros más al norte. Según esto
el tal Praxedis tomo el pueblo pero al hacerlo murió.
Francisco
puso su vaso bruscamente en el mostrador.
--¡Puta
madre!
El
peninsular le sirvió otro trago.
--Hoy
traen el cadáver y mañana va a haber fiesta.
--¿Fiesta?
--Si,
la guarnición trae varios prisioneros.
Los van a ajusticiar, tengo entendido.
Francisco
puso unas monedas y salió de la taberna.
Sentía como si le hubieran acabado de dar un golpe en lo más profundo
del alma.
En
efecto, al atardecer, entro a Casas Grandes una columna de soldados. Llevaban a unos cinco prisioneros que fueron
encerrados en el cuartel. En las
carretas llevaban a varios heridos.
Francisco cometió el error de estar de mirón. A mentadas de madre los militares lo
reclutaron a él y a otros mirones para que ayudaran a llevar a los soldados heridos
a una iglesia que habían habilitado como hospital de sangre. Francisco hizo tal cosa. Noto que no había rebeldes heridos. Era de esperar, pensó Francisco, todo rebelde
que cae herido el ejército lo remata.
Una
vez que los heridos estaban ya a buen recaudo los militares dejaron ir a
Francisco. Solo quedaba una carreta en
medio de la plaza. Esta estaba llena de
soldados muertos. A pesar del frio y
viento ya les revoloteaban las moscas y ya olían. Seguro, pensó Francisco, si me quedo aquí me
van a hacer que los entierre. Pero aun así
no pudo evitar aproximarse.
Los
cadáveres todos tenían rictus de dolor y la boca abierta, como si trataran de
aspirar un último aliento. Muchos tenían
la ropa tinta en sangre. La sangre y
otros fluidos todavía goteaban de la carreta.
El color de los muertos era igual que la tierra que los había visto
nacer, como si tuvieran ansia de integrarse a esta y que el mundo los dejara
pudrirse en santa paz. Entre los cuerpos
Francisco creyó reconocer a uno. Era
Praxedis. Tenía un plomazo en la frente
y la bala había destrozado el cráneo al salir por la parte de atras. Francisco retrocedió con espanto y dejo
escapar un sollozo.
--¿Qué
busca usted aquí? –le pregunto una mujer.
Francisco
vio a su alrededor. Varias mujeres lo
rodeaban. Eran soldaderas
federales. Algunas traían chamacos en el
pecho.
--Nada,
señora, ya me voy.
--Pos
váyase. Déjenos llorar a nuestros muertos en santa paz –le espeto la mujer.
Francisco
reconoció que de seguir ahí le iba a ir mal.
Decidió retirarse. Era lo
prudente. Encamino sus pasos a la
estación de ferrocarril. No sabía adónde
ir. Pero tenía a toda costa que irse de
Casas Grandes. Mañana, sabía, habría
“fiesta” y fusilarían a los cinco prisioneros magonistas. Asi pues, se dirigio con toda premura rumbo a
la estación del tren, dispuesto a largarse de Casas Grandes en el primer convoy
disponible.
Mientras
tanto en la estación del tren un fulano con ojos lupinos observaba las
maniobras. Vestía el uniforme de un
conductor. La mayoría de las locomotoras
habían sido confiscadas por el gobierno para jalar los convoyes de tropas. Tan solo quedaba una vieja locomotora, una
4-6-0 o ten wheeler como le llamaban los gringos. Esta era una reliquia del siglo XIX con una
chimenea descomunal.
Rodolfo
Fierro, que tal era el nombre del conductor, maldijo quedamente. Sus órdenes era formar un convoy con tres
vagones de pasajeros y dos carros cajas además del cabus. No estaba seguro si la vieja locomotora
podría jalarlos.
Fierro
recorrió el convoy, asegurándose de que los enganches estuvieran todos
firmes. Era un hombre meticuloso, que no
confiaba en que sus subordinados. Una
vez que todo parecía que estaba en orden hizo una señal al maquinista. La vieja locomotora silbo tres veces. Al principio resbalo. El maquinista soltó
arena para asegurarse que la maquina tuviera tracción. Poco a poco comenzó a moverse el convoy. Iba rumbo a Ciudad Juárez.
Francisco
Pavón llego corriendo justo a tiempo para subirse a bordo del convoy de Rodolfo
Fierro.
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