Conforme nuestro convoy avanzaba rumbo al norte los pueblos se iban haciendo más polvosos y tristes.
Conforme
el convoy del glorioso 88 batallón de infantería avanzaba en medio de ese frio
horrendo íbamos sufriendo bajas. En cada
estación dejábamos a los enfermos y los cadáveres de los que se nos
morían. De los 500 infelices con que
habíamos salido de Orizaba ya no quedábamos sino unos 350, si acaso.
--¡Arriba
cabrones! ¡A preparar el rancho!
–exclamo el sargento Toribio despertándonos.
Estaba
yo rete entumido. Y cuando trate de
incorporarme me sentí desfallecer. El
sargento Toribio me agarro del cuello como si fuera yo un muñeco y evito que me
cayera de lo alto del vagón.
--¿Y
qué chingaos te pasa Pavón? –pregunto el hosco soldadote.
--Jijos,
sargento –alcance a decir antes de caer de bruces.
--¡Puta
madre! –juro Toribio poniéndome la mano en la frente--. Estas que ardes de fiebre, chamaco cabrón.
--Sí,
creo que tengo calentura, mi sargento.
--O
tal vez tienes tifo. Te ha de haber
picado un animal.
--¿Tifo?
--Si,
una pulga o un piojo te mordió y te pego el tifo. Contigo ya son seis cabrones que me caen con
tifo en la compañía. Cinco ya se me
murieron y al sexto ya le andan rondando los zopilotes.
--Santo
Dios.
--Le
puedes reclamar en persona.
--¿A
quién, mi sargento?
--A
Dios. Creo que te vas a morir cabrón.
No
dije nada. Ya conocía al sargento. Era cruel, sí, pero su crueldad no tenía
malicia: nacía de su oficio de matancero de hombres. Además, estaba yo tan agotado que ni
capacidad de asombro (o de indignación) tenía ya.
--Pos
será una boca menos para darle de tragar.
¡Entre menos burros más olotes! –se rio el sargento Toribio--. ¡A ver, cabo López!
Este
tal López era de los de intendencia y supervisaba la preparación del rancho de
la tropa ayudado por las soldaderas.
--Usted
dirá, mi sargento –dijo López.
--Búscale
una frazada a este infeliz chamaco pendejo –ordeno Toribio--. Y asegúrate que coma. Si no se nos muere al anochecer entonces
podrá vivir para que lo mate de un plomazo un maderista.
--No
se preocupe, mi sargento –contesto López--.
Yo me asegurare que viva para que lo mate un maderista.
No
sé si pasaron horas, días, o semanas.
Estaba delirando. A veces veía a
la figura desnuda de la Grilla y gritaba su nombre (cosa que causaba risotadas
entre los que me oían). Pero
le reconozco al cabo López y a una soldadera muy prieta y gorda, cuyo nombre
nunca supe o ya no recuerdo, el que hicieran esfuerzos heroicos por mantenerme
con vida.
Tenía la vaga idea que me iban a dejar en alguna estación intermedia. Tal vez así hubiera sido pero tal parece que no había pueblos en esas soledades. En momentos de lucidez vide al desierto extenderse en todas direcciones. En el horizonte se veían sierras coronadas por abruptos picos y peñascos. El lugar era una desolación absoluta y su crueldad se intuía con facilidad.
Tenía la vaga idea que me iban a dejar en alguna estación intermedia. Tal vez así hubiera sido pero tal parece que no había pueblos en esas soledades. En momentos de lucidez vide al desierto extenderse en todas direcciones. En el horizonte se veían sierras coronadas por abruptos picos y peñascos. El lugar era una desolación absoluta y su crueldad se intuía con facilidad.
La
locomotora hacia paradas para tomar agua de un tanque pero no había caserío
junto a estos, si acaso un jacal de mala muerte que quería pasar por estación
de ferrocarril y terminal de telégrafos.
Si me hubieran dejado en semejante lugar me hubiera muerto pues estoy
seguro que ni a curandero llegaban ahí.
En
medio de mi delirio creí oír tiroteo. Abrí los ojos. Nuestro convoy estaba detenido. Junto a la vía estaba una locomotora patas
para arriba y unos vagones de pasajeros hechos pedazos. El desastre era reciente. Se podían discernir varios cadáveres tirados
sin ton ni son alrededor de los restos de ese convoy. El convoy destruido había sido dinamitado por
los maderistas. Nuestro convoy se había
tenido que detener y era vulnerable.
En
efecto, un tiroteo me había despertado.
Los maderistas nos habían emboscado.
Junto a nuestro convoy vide a unos diez soldados federales muertos. Eran del 88.
Los habían venadeado los maderistas.
Y esos cabrones parecía que tiraban mejor que nosotros. También vide claramente al hijo de la gran
puta del capitán Cervantes rugiendo ordenes mientras dirigía los fuegos del 88
sobre unos corrales como a 300 metros de la via. Las balas zumbaban a su alrededor pero
parecía como si le importaran un carajo. Sera puto, pensé, pero tiene huevos el cabrón.
Luego
el tal Cervantes rugió una orden. Varios
jefes, incluyendo al sargento Toribio, comenzaron a darle de patadas y
empujones a la tropa bisoña para que cargaran sobre el corral. Pero antes de que cerraran con el punto
salieron huyendo del corral unos sombrerudos montados. Serian como una docena. Los soldados del 88 empezaron a balacearlos
pero no tocaron a ni uno solo. Y como éramos
infantería no los podíamos perseguir.
Tal
vez soñé todo eso. El caso es que si
hubo tiroteo y emboscada yo seguí arriba del vagón a veces temblando de frio y
otras veces ardiendo en calentura. Me
sentía de la chingada. López me había
proporcionado una humilde frazada y en ella me había enrollado. Serviría de mi sudario, pensé. Sí, me hubiera gustado reclamarle a Dios en
persona si me moría. Pero más bien había
llegado al punto en que le reclamaría a Dios el no haberme levantado antes. Así fue como, en algún momento de mi agonía,
el glorioso 88 batallón de infantería entro a Ciudad Juárez. Eran los primeros días de enero de 1911.
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