Finales de septiembre de 1968
Estoy en la esquina de Balderas y Pugibet. Balderas creo que fue un héroe que cayo
peleando contra los gringos en 1847. Pero, ¿Quién chingaos fue Pugibet? Hago memoria.
Creo que era un gabacho que fabricaba cigarros. El caso es que la calle lleva su nombre.
Hay un parquesito cerca. Me voy
y me siento en una banca. Soy un
fantasma. Un anciano porfiriano. La gente me ignora. Un cilindrero se acerca y se planta a unos
metros y comienza a tocar “Sobre las Olas”.
Puta madre, pienso, que no se me vaya a presentar la huesuda y me pida
que baile con ella.
--Más te vale que no, Pavón –me dice socarronamente Brígida.
Ella prende su cigarro de hoja y se sienta a mi lado y se empieza a
rascar los juanetes.
La música completa mi escena.
Complementa mi pinta de lo que los chavos llaman “la momiza”. Y me temo que mis ropas si huelen a alcanfor.
Pero me vale madre todo eso. Brígida
se acurruca junto a mí. Hasta parece que
la siento. Y ahora, como lo esperaba, la
esquina cambia. Los adoquines han sido
removidos y unos juanes están cavando una trinchera bajo la mirada de un
sargento con cara de hijo de puta (no he conocido a un sargento que no tenga
tal cara). Luego se presentan más
soldados y emplazan una Maxim. Nadie
avanzara por Balderas rumbo a la ciudadela.
Sería un suicidio.
Palacio Nacional
Ahora el tiempo se ha desvanecido por completo. Es el lunes 10 de febrero de 1913. Yo y la otra gente del sargento Toribio
estamos en una sala del palacio nacional y nos ocupamos limpiando los rifles
que usamos en la balacera del día ocho, cuando venadeamos a Bernardo Reyes.
--¡Sargento! –dice un capitán del estado mayor entrando en el cuarto.
--¡Ordene mi capitán! –contesta Toribio.
--Asígneme dos hombres con sus rifles y parque –ordena el capitán.
Toribio nos hace señas a mí y a Arévalo y salimos tras el capitán.
--Esperen aquí –nos indicó el capitán indicando un coche--. Van a escoltarnos a mí y al general Ángeles.
En efecto Felipe Ángeles se presentó llevando un portafolio. Nos cuadramos y saludamos. El general nos contestó el saludo y se subió
al coche junto con el capitán. Yo y Arévalo
nos subimos al estribo del auto y nos agarramos como pudimos. Viajamos a través de Balderas. Adelante se veía la mole de la Ciudadela
donde se supone se habían atrincherado los alzados.
--Ahí, en el gimnasio –ordeno el capitán al chofer indicando al
edificio de la YMCA.
Seguimos a los dos oficiales y subimos a través del edificio y llegamos
a una especie de campanario que coronaba el edificio.
--Agazápense muchachos –indico el capitán haciendo lo mismo--. Si el enemigo nos ve nos van a venadear.
En efecto alcance a dar un vistazo sobre el parapeto. La ciudadela se veía claramente. También pude avistar el zócalo y palacio
nacional. El general y el oficial habían
sacado mapas, telescopios, un goniómetro de antena, tablas de tiro, y reglas de
cálculo. Asomaban de vez en cuando como
para verificar la posición de la ciudadela.
Claro, en ese entonces, yo, soldado raso, no tenía ni idea que diablos
iban a hacer con toda esa parafernalia.
--¿Unos 3 kilómetros capitán? –pregunto Ángeles.
--Menos mi general.
Ángeles sonrió.
--¿Cuántos entonces?
El capitán tomo observaciones con sus instrumentos
--Unos 2.3 kilómetros según estos instrumentos, mi general.
--Usted fue uno de mis mejores alumnos.
Sí, yo diría 2.3. ¿Qué parámetros?
--Si son 2.3 kilómetros mi general –contesto el capitán que estaba sacando
lumbre de la regla de cálculo--, sugiero una espoleta de tres segundos.
Ángeles atisbo brevemente sobre el parapeto con sus binoculares.
--Concuerdo, capitán.
--Ojala tuviéramos cable telefónico, mi general –suspiro el capitán--. Podríamos llamar a palacio y dar las instrucciones.
--¿Reviso si la YMCA tenía teléfono?
Ya ve que son gringos.
--Sí, mi general. Han de ser los
únicos gringos que no lo tienen en la capital.
--Ni modo –se rio Ángeles--. Lo
haremos a la antigüita, capitán.
El general escribió una nota.
--A ver, usted –dijo Ángeles entregándole la nota a Arévalo--, súbase
al coche y lleve esto al coronel Rubio Navarrete en palacio nacional.
Yo alcanzaba a ver a través de un hoyo en el parapeto la mole de la
ciudadela. Estaba lleno, me decían, de
alzados. Y me habían dicho que esos
cabrones tenían cien ametralladoras, como 30 cañones, un chingamadral de parque
y eran diez veces nuestro número. Pero
aparentemente se había acobardado después de que Reyes había muerto y no habían
vuelto a intentar tomar palacio nacional.
En nuestras filas el parque escaseaba.
Yo solo tenía 20 cartuchos conmigo.
Pasaron quince minutos. Luego se
oyó un cañonazo desde palacio nacional.
El obús paso casi rozando el torreón donde estábamos.
El obús estallo a 20 metros al frente de La Ciudadela.
--¡Excelente tiro! –Sonrió Ángeles—aunque casi nos matan.
--¿Dos grados más, mi general?
--Uno –contesto Ángeles.
Arévalo había regresado y Ángeles le volvió a entregar la nota con las correcciones.
El tiempo pasó. Mientras tanto
la Ciudadela parecía un hormiguero que ha sido alborotado.
El general de artillería Manuel Mondragón, uno de los cabecillas de los
alzados, observaba desde lo alto de la ciudadela en dirección al zócalo.
--Nos dispararon desde palacio, mi general –le indico nuestro conocido,
Cervantes, el cual ahora portaba las insignias de coronel.
--¡Por supuesto, ni modo que sea desde la Villa, carajos! –contesto Mondragón
de mala manera--. Tienen un puesto de observación
los cabrones. Ese fue un disparo
excelente. No me sorprendería que Ángeles mismo nos
estuviera observando.
Cervantes escudriño con sus binoculares. Pero alrededor se alzaban muchas torres de
iglesia y torreones que coronaban los edificios porfirianos, incluyendo el de
la YMCA. Afortunadamente no nos detectó.
Mondragón bajo a la comandancia de la Ciudadela. Tomo papel y lápiz e igual empezó a sacarle
lumbre a la regla de cálculo.
--Tenga Cervantes –dijo Mondragón entregándole una nota--. Abran fuego sobre palacio nacional. Yo observare desde la azotea.
--¡Es todo capitán! –se rio Ángeles viendo el tercer obús darle de lleno
a la pared de la Ciudadela--. Tenemos la
distancia. Regresemos a palacio.
Esta vez el coche viajo a toda velocidad de regreso y yo y Arévalo nos
acomodamos como pudimos dentro del carro con los oficiales pues no hubiéramos sobrevivido
el viaje en el estribo. La Ciudadela
estaba lloviendo obuses sobre palacio nacional cuando entramos como bólidos por
la puerta Mariana.
--¡Jijos de la chingada! –juro Toribio que estaba con el piquete de la
puerta Mariana--. ¡Cierren la puerta y asegúrenla!
Tal estaban haciendo la gente cuando la puerta, que era muy maciza, tal
vez de tiempos de los españoles, voló en mil pedazos, matando a varios
soldados. Las astillas volaron letales y
yo sentí como si me hubieran dado una patada en el culo.
--¡Santo Dios! –grite cayendo de bruces.
Toribio, que había sido herido y sangraba de la testa donde el cuero
cabelludo había sido casi arrancado daba órdenes con una sangre fría que asombraba.
--¡Si todavía viven, llévenlos a enfermería! ¡Si ya están difuntos échenlos a la plaza!
Toribio se me aproximo.
--¿Y tú que chingaos tienes Pavón?
--¡Ay, sargento! –gemí--. Me
dieron en la cola. Ya me llevo la
chingada.
--A ver, cabrón –dijo Toribio revisándome. Yo tenía el pantalón hecho girones.
--¿Estoy sangrando?
--No estas sangrando Pavón. Tienes
suerte, muchacho, que no perdiste el pito.
Pero tienes un moretón de la chingada en las nalgas –se rio Toribio
levantando un grueso pedazo de madera que antes había sido parte de la puerta--. Esto te dio en el culo. ¿Puedes caminar?
Me pare muy a huevo pero al intentar caminar volví a caer de bruces.
--Arévalo, llévalo a enfermería –ordeno Toribio.
Me tuvieron “en observación” toda la santa noche. Y digo “en observación” porque los médicos no
iban a perder tiempo con un cabrón que tenía las nalgas moradas habiendo tanta
gente con las tripas de fuera. Al día
siguiente, cojeando y adolorido regrese a reportarme con Toribio, al cual encontré
en la barricada emplazada en las ruinas de la Puerta Mariana. El sargento estaba mentando madres contra los
alzados y con la cabeza vendada.
--¿Y cuándo chingaos abrirá fuego nuestra artillería? Nos están matando a lo pendejo.
--Yo oí a mi general Ángeles decir que tenían el tiro, sargento –le informe
--Pos si es ansina ¿Qué chingaos esperan?
En efecto, el fuego de la Ciudadela sobre palacio nacional no se abatía
y nos seguía matando gente aunque nos habíamos agazapado lo mejor que podíamos dentro
del edificio. Como es natural, muchas de
las granadas erraron el camino y causaron tremenda matazón de civiles.
--Solo tengo granadas de metralla, mi general –contesto Rubio Navarrete
a pregunta expresa de Ángeles.
--¿Eso que significa, general? –pregunto el presidente Madero. Junto a él estaba Victoriano Huerta,
comandante de la ciudad, y el general Ángeles.
Los hombres se encontraban en un recinto de gruesas paredes dentro de
palacio nacional.
--Es lo que los británicos llaman shrapnel, señor presidente –explico Ángeles
que sabía bien que Madero había estudiado en Inglaterra y hablaba perfecto inglés--. La granada estalla en el aire, antes de tocar
tierra, y explota roseando canicas de plomo a alta velocidad. Sirve para matar gente pero no derrumbara el
edificio de La Ciudadela.
--Entiendo –contesto Madero-- ¿No tiene de otro tipo de granadas, algo
que si derrumbaría La Ciudadela?
--Está en camino, señor presidente –explico Rubio Navarrete--, pero
llegara dentro de dos días.
--Y nosotros no podemos esperar mientras despedazan palacio nacional,
señor presidente. De ahí que mi plan todavía
procede y urge llevarlo a cabo, señor Presidente –dijo Huerta mostrando un mapa
de la ciudad de México--. La artillería distraerá
y causara algunas bajas entre los alzados.
Mientras nosotros avanzaremos en cuatro columnas de infantería y
tomaremos La Ciudadela.
--¿Qué indican los reconocimientos, mi general? –pregunto Ángeles--. ¿Hasta dónde han extendido sus líneas? ¿Dónde están sus ametralladoras?
--Ya se viriguara cuando entre la infantería –contesto Huerta con voz
estropajosa--. Concrétese a bombardear
La Ciudadela, general Ángeles.
Huerta sudaba a rayos. Era evidente
que necesitaba un trago pero no iba a ser tan bruto de ponerse a tomar ahí mismo,
sobretodo enfrente del chaparrito de la piochita.
--Con todo respeto, ofrezco asignar una batería de montaña para apoyar
el avance de la infantería –se atrevió a sugerir Rubio Navarrete.
--¡Ya tienen sus órdenes, con una chingada! –rugió Huerta y luego, dándose
cuenta que Madero todavía seguía ahí se disculpó--. Perdone usted mis palabras, señor presidente,
son cosas del oficio, usted sabe.
--¿Todo está bajo control, mi general? –pregunto Madero.
--Sí, señor presidente –dijo Huerta mansitamente--. El general Ángeles y el coronel Rubio
Navarrete se encargaran de que La Ciudadela este bajo el fuego constante de
nuestra artillería. Eso será el mejor
apoyo que le puede dar a nuestra infantería.
¿No es así general?
--Se obedecerán sus órdenes, señor general Huerta –contesto Ángeles lacónicamente.
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