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Los vencedores |
México, DF –
finales de septiembre de 1968
--¿Adónde lo
llevo mi general? –pregunto Lupe el taxista.
--Vete por todo
Balderas –le indique--. Llévame a la
ciudadela.
Me volví a ver a
Brígida. Estaba ahí junto a mí. Pero la cabrona fumaba como locomotora. Sé que estaba encabronada.
--Viejita, yo no
le pedí a esa señora que entrara a mi departamento.
Brígida escupió
en el piso del taxi.
--Pero bien que
estaban ahí bailando juntitos. ¡Ya ni la
chingas Manuel! No sabía que le hacías a
la coprofagia.
--Necrofilia,
viejita, coprofagia es el comer mierda.
Necrofilia es amar a los muertos.
--Pos lo que
sea. El caso es que ya de viejo andas
haciendo desfiguros, a lo pendejo, bailando con la calaca catrina, pinche vieja
flaca.
--Pero tu estas
igual difunta y mírame que todavía te quiero.
--¿Está usted
bien mi general? –pregunto el taxista que probablemente había oído mi
conversación con el fantasma de Brígida.
--Si, don Lupe
–conteste--. Usted no se preocupe por mí. Nomás maneje.
El taxista se
rio.
--Oiga, mi
general, quesque en la bola se arrejuntaban rete fácil. ¿Es verdad?
¿Usted tuvo muchas mujeres?
--Contéstale,
Manuel, no te hagas pendejo –me dijo Brígida.
La situación era
muy incómoda. No estaba muy seguro si el
fantasma de una muerta sería capaz de usar un cuchillo y caparme.
--No, que va,
don Lupe. Yo solo tuve una mujer, mi Brígida. Y de que se me murió no volví a amar a otra.
--¡Puro
pico! Andabas de manita sudada con esa
vieja huesuda.
--Estaba borracho viejita.
--Ah caray, ¿se
le murió su esposa mi general?
--Sí y no. Ahora anda conmigo todo el tiempo.
El chofer
sacudió su cabeza.
--¿Y pos como se
murió, si no le importa decirme?
--Cuéntale,
Manuel, total –dijo Brígida.
--Pos fue
durante la expedición punitiva.
--¿Cuándo
entraron los gringos?
--Si, buscaban a
Pancho Villa.
--¡Cuente! ¡Cuente!
--Párese en la
tiendita esa don Lupe. Tenga estos
veinte pesos. Me compra algo de
ron. No importa de cual. Total, es para mearlo. Vera, lo que te voy a contar es muy doloroso
para mí. No lo puedo hacer sino estando
briago.
--Hijos mi
general. Perdone que haya sido tan
curioso.
--No se
preocupe, don Lupe. Tu nomas tráeme el
alcohol.
El chofer hizo
tal e incluso me trajo una bolsa con hielo y un vaso. Y empecé a contarle los hechos. Brígida mientras fumaba tranquila y a veces
me aclaraba un detalle que ya había confundido.
Por lo menos, pensé, ya se había aplacado con lo de la catrina huesuda
con que me encontró.
Colonia Dublan,
Chihuahua – abril de 1916
En su cuartel de Colonia Dublan Pershing
contemplaba el mapa de Chihuahua.
--Los mexicanos han dado parte que no nos
permitirán seguir más al sur –le indico su subalterno George Patton.
--O sea, ¿acaso creen que nos van a poder detener,
Georgie?
--No sé qué idea tengan, mi general. Están muy ardidos por nuestra presencia. Corretearon a Tompkins de Parral.
--Tompkins es un imbécil –dijo Pershing sirviéndose
un trago de whisky--. ¿A quién se le
ocurre entrar en Parral con tan solo una pequeña escolta?
--A duras penas salvo la vida, mi general. Pero, dígame, ¿cuáles son sus órdenes?
Pershing puso su dedo sobre Villa Ahumada.
--Let’s check the Mexicans’
resolve. Ordene que
el ejército se mueva sobre este pueblo.
--¿Villa Ahumada?
--Right.
--En tal caso, mi general, sugiero que pongamos al
comandante Boyd y a sus Buffalo Soldiers al frente, como vanguardia.
--Buena idea –sonrió Pershing--. Esos negros pueden servirnos de carne de
cañon y Boyd tiene fama de cabrón por las matanzas de rebeldes que hizo en
Filipinas. Pero, ¿qué fuerzas hay en ese
punto?
--Los pilotos han visto una guarnición –explico
Patton--. Probablemente no más de 500
hombres al mando de un tal Gómez.
--¿Solo 500?
--O tal vez menos.
Quizá solo son 300. Sin embargo,
aconsejo irse con tiento.
--¿Por qué?
--Parece que son ex villistas en su mayoría, de la
antigua Brigada Zaragoza. Se le
rindieron a Obregón después de Agua Prieta.
Al oír la alusión a Francisco Villa, Pershing se
puso morado de coraje y se acabó su vaso de whisky de un solo trago.
--So what?
¡Me importa un carajo si fueran la guardia imperial de Napoleón! Ese maldito de Villa se ha estado burlando de
nosotros. ¡La prensa en Estados Unidos
me ha estado atacando día y noche llamándome incompetente!
--Aun así, mi general…
--¡No diga más, Georgie! Dígale a Boyd que monte a su gente. Tendrá mil negros con él, gente veterana y
cabrona, los suficientes para hacer a un lado a 300 mexicanos
desarrapados. Y si, que se lleven parque
extra y unas piezas de montaña. ¡Ningún
mexicano mugroso me va a decir dónde ir o no ir, damn it!
Villa Ahumada, Chihuahua
El general Félix U. Gómez era bajito, moreno, de
bigotito, parecía un gallito. Su
segundo, el teniente coronel Genovevo Rivas Guillen era en cambio un gallote
gordo y papadon. Los dos, sin embargo
tenían fama de ser de huevos. Habían
visto acción en Celaya y en Agua Prieta combatiendo a la división del norte.
Gómez y Rivas Guillen se encontraban en la oficina
telegráfica de Villa Ahumada. Ambos
hombres fumaban nerviosos mientras el telegrafista tecleaba.
--Aquí está mi general –dijo el telegrafista
pasándole una nota a Gómez.
Gómez la leyó y sacudió la cabeza y le paso la nota
a Rivas Guillen.
--¿Obregón ordena que no permitamos a los gringos
avanzar más? –cuestiono Rivas Guillen--.
¿O sea, vamos a crear un incidente?
--No, no es un incidente, Genovevo, lo que se
busca. Es una batalla.
--Pero, esto significa guerra con Estados Unidos.
--¿Qué quieres?
--dijo Gómez con resignación--.
Como dijo Byron, a nosotros no nos corresponde preguntar el por qué de
una orden sino el ejecutarla y morir.
¿Cuánta gente tenemos?
--Como 400 en total.
Gómez le hizo una señal a Rivas Guillen para que
salieran de la oficina y no los oyera el telegrafista, un antiguo soldado de la
división del norte.
--¿Son puros villistas verdad?
--Excepto por una compañía de yaquis.
--¿Confías en los villistas?
--Pos no, pero no tenemos de otra.
Gómez medito por un momento. Rivas Guillen tenía razón. No tenían de otra. Además, Obregón les había dado la orden
directa de defender Villa Ahumada.
--Sabes, Genovevo, hay tres ejércitos, me dicen, en
que una orden no se cuestiona.
--¿Pos cuáles mi general?
--Quesque el alemán, el japonés y el mexicano.
--¿O sea, nos quedamos y nos hacemos matar si
vienen los gringos?
--Esa es la idea.
Rivas Guillen no dijo nada por un momento y luego
sonrio.
--¡Sea mi general!
--¿Y qué del parque?
--Para un par de horas de combate. No más.
--Puta madre –juro Gómez quedamente.
--Mi general, créame, yo creo que el hecho que
nuestra gente son en su mayoría ex villistas es una ventaja.
--¿En verdad?
No creo que se harían matar por Carranza.
--No, por Carranza no. Pero si les tienen una tirria tremenda a los
gringos. Y estos buscan a Pancho. Por ese cabrón ellos son capaces de irse
hasta Washington.
Esa mañana no tenía yo ni idea de lo que iba a
pasar. Yo solo era un soldado raso. En la división del norte Villa me había hecho
teniente. Mi tío había llegado a capitán
pero ahora solo era sargento. Ambos
estábamos ahora a las órdenes de los carrancistas. Brígida me llevo el rancho al piquete donde
hacia guardia a la entrada de Villa Ahumada.
--Aquí te traje el desayuno, Pavón.
La abrace y la bese.
--Gracias mi amor.
--Escúchame, Pavón, he estado pensando.
Algo había aprendido de las mujeres. Y sabía que cada que se ponían a pensar ardía
Troya.
--Desembucha.
--Pos mira.
Tengo familia por el rumbo de Durango.
No los he visto en años. Quién
sabe si vivan, ya ves cómo ha sido de cruel la bola.
--Continua –dije mientras me servía yo una tortilla
y frijoles.
--Pos, ¿y si pides tú baja del ejército y los vamos
a ver? Seguro que nos harían un
lugar. Plantamos una milpa, que se yo,
hacemos una vida.
--No entiendo.
¿Estas descontenta con esta vida?
Confieso que no había pensado en nuestro
futuro. Tan solo tenía 22 años y estaba
rete pendejo.
Brígida sonrió.
--Pos no tanto por mí. Pero hay que pensar en tu hijo.
--¿Cómo que mi hijo?
--Pos estoy tardada, Pavón.
--Pero… ¡no entiendo!
--¡Si serás pendejo! Pareces gallo, cabrón. Tenía que suceder tarde o temprano.
Casi deje caer el taco.
--Válgame Dios, ¡un hijo!
--O hija, que se yo. Pero la bruja me dice que es hombrecito.
El resto de la mañana pasó como en un sueño. Mi tío vino a relevar nuestro piquete. En eso estábamos cuando vimos aproximarse a
un jinete a matacaballo. De inmediato lo
encañonamos con nuestros máuseres.
--Es Lobo, uno de los jefes de los yaquis –anuncio
mi tío.
--¡Abrid paso!
¡Debo ver al general! –ordeno el indígena. Yo nunca entendí que chingaos grados ostentaban
esos cabrones pues usaban nombres en su lengua pero creo que este cabrón era
algo así como un capitán. Su poco
español, luego supe, era del siglo XVII pues lo habían aprendido de los curas
en tiempo de las conquista. O sea, allá
perdidos en sus montañas seguían hablando la lengua tal y como lo hacía el
mismo Cervantes. De inmediato le cedimos
el paso.
--¿Qué nuevas capitán Lobo? –pregunto Gómez al ver
entrar al yaqui a su oficina.
--Mi general, sabed que los norteamericanos se
aproximan.
--¿Cuántos son?
--Vide unos mil.
Y los he identificado. Son los
Buffalos. Traen carretas con munición y
vide ametralladoras y piezas de artillería de montaña.
--Ah, son los negritos. Pershing los manda por delante cual carne de
cañón.
--Así es, mi general –contesto el yaqui--. Tienen mala fama entre mi gente. Combatieron a los apaches. No toman prisioneros. Pero nosotros tampoco.
Gómez hizo llamar a Rivas Guillen.
--El capitán Lobo ha visto a los gringos,
Genovevo. Son como mil y traen
ametralladoras y piezas de montaña.
--¿Qué ordena, mi general?
Gómez se dirigió al mapa desplegado en una
pared. Era una vieja carta geográfica
que había obtenido de la estación de los ferrocarriles. No estaba tan detallada como la que tenía
Pershing.
--¿Hay algún punto donde les podríamos marcar el
alto antes de que lleguen al pueblo?
--Si lo hay, mi general –apunto Lobo--. Aquí, más o menos, a unas tres leguas. Es una ranchería llamada el Carrizal. Hay un arroyo seco y un puente semi derruido
que lo cruza.
Gómez se quedó pensando un momento.
--Bien, caballeros, estas son mis órdenes. Genovevo, despliegue a la tropa al norte del
arroyo. Y usted, capitán Lobo, ponga a
su compañía resguardando el puente. No
permita que la gente se desbande, ¿entiende?
Si se quiebran y quieren huir a Villa Ahumada usted les marca el alto y
los hace volver al combate.
--¿Puedo usar la fuerza, mi general? –pregunto el
yaqui.
--Dispáreles si es necesario.
--Vamos a tener el arroyo a nuestras espaldas, mi
general.
--Lo sé, pero no es tiempo de aguas. De todas maneras quiero que entiendan estos
cabrones que no tienen opción sino hacerse matar al norte del arroyo.
--¿Qué de la ranchería? –pregunto Rivas Guillen.
--Son tan solo un par de jacales de mala muerte
–explico Lobo--. Están al sur del
puente.
--Entonces sugiero que ahí pongamos nuestro parque
de reserva –dijo Rivas Guillen--.
--¿Parque de reserva? --pregunto Gómez con escepticismo.
--Bueno, lo que tengamos, que no es mucho, mi
general.
--Sea, háganlo así, señores.
--¡No la chingues, muchacho! –juro mi tío con
enojo--. Si pides tu baja del ejército
te fusilan de inmediato.
--No entiendo.
--¡Seria deserción ante el enemigo cabrón! Me acaban de decir que los gringos vienen y
les tenemos que marcar el alto.
Olvídalo, Manuel, ¡aquí va a correr sangre, puta madre!
No tuve más remedio que obedecer. El clarín de órdenes sonó. Nos repartieron munición y nos formaron en
columna. Alcance a ver a Brígida a la
salida del pueblo. Su mirada era
impasible, estoica. No había más que decir
y no me hubieran permitido salir de la formación para hablar con ella. Tuve una sensación extraña y me estremecí.
Gómez montaba su yegua blanca y a su lado iba mi
tío portando la bandera. Detrás del
general iba el corneta de órdenes y su segundo, Rivas Guillen. Marchamos como unas tres leguas y nos
ordenaron desplegarnos a ambos lados del camino.
Habíamos cruzado un puente semi derruido y note que
ahí estaban los yaquis. Tenían
desplegada una ametralladora y sonaban su tamborilete. Ese era mal augurio. Los yaquis nos veían torvamente. Caí en cuenta por que estaban ahí y se lo
dije al soldado a mi lado, un tal Ugarte que había militado conmigo en la
división del norte.
--¿Vistes a esos pinches yaquis?
--Si, ¿Qué con ellos?
--Están ahí por si nos quebramos.
--No la chingues.
--¡Silencio cabrones! --ordeno mi tío. Traía su pistola 45 en la mano. La bandera se la había entregado a Morales,
un sargento viejón que había sido dorado.
Gómez nos convocó y nos juntamos en semicírculo a
su alrededor.
--Muchachos, los yanquis se aproximan. Nuestras órdenes son detenerlos. No deben de dar un paso más al sur. No, no les voy a hablar de extraños enemigos
y su puta planta mancillando el suelo de México. Ustedes no son chamacos pendejos. Saben lo que es morir retorciéndose de dolor
con la panza abierta en canal porque así han visto a miles de sus compañeros hacerlo. Así que no les hablare de pendejadas
patrioticas. Solo les quiero decir que
no, no vamos a permitir que estos cabrones sigan más para dentro. No porque así lo ordene Obregón o Carranza,
que tal orden hay, sí. ¡Sino porque se
nos hinchan que no sigan más pa adentro estos gringos putos hijos de la
chingada! ¿Los van a dejar pasar?
Como un solo hombre todos contestamos un sonoro
¡No! Hubo toda clase de mentadas a los
gringos y vivas a Gómez y a México. Pero
el crescendo creció cuando se oyó un rugido espontaneo: “¡Viva Villa pinches
gringos!” Si, era la división del norte,
su vieja Brigada Zaragoza, la que se había desplegado ahí en el Carrizal, de
espaldas a ese arroyo seco, a partirse la madre con los gringos. Gómez sonrió al oír eso, el muy cabrón.
Puta madre, que me sentía enardecido. No, no iba a dejar pasar a estos
cabrones. En esos momentos estaba yo
dispuesto a hacerme matar con tal que no siguieran más al sur esos pinches
gringos. Me importaba una chingada morir
con tal de llevarme a un gringo conmigo al infierno.
A lo lejos se veía ya una polvareda. Era la columna yanqui.
Gómez observaba a la columna yanqui aproximándose a
través de sus binoculares.
--Ten Genovevo, míralos –dijo Gómez pasándole los
binoculares a Rivas Guillen.
--Pos sí, mi general, son los negritos.
--Escucha, Genovevo, conozco a estos cabrones. Les gusta inventar incidentes. No quiero darles pretexto. Que la gente se quede en posición de firmes
sin cortar cartucho, ¿entiendes? Si hay
plomazos será porque los gringos dispararon primero.
--¿Y luego, mi general?
--Pos será lo que Dios quiera. Escucha, ponte entre la gente. No montes.
Te quiero vivo por si algo me pasa, ¿entiendes? La gente debe de ver y sentir que todavía hay
mando. Si no, se quiebran.
Uno de los negros actuaba de vanguardia. En cuanto nos vio desplegados volteo su yegua
y se dirigió a mata caballo a su columna.
No le disparamos. Habíamos
recibido la orden de estar en posición de firmes. Había un calor de la chingada. Pero los jefes no iban a permitirnos tomar
trago. Lo necesitaríamos después, bien
lo sabíamos, pues éramos todos veteranos de mil combates.
La columna yanqui se aproximó a unos 300
metros. Oímos a sus jefes gritar toda
clase de órdenes. Los gringos se
desplegaron en línea también. Claramente
se veía que nos superaban en número.
Desplegaron sus ametralladoras y emplazaron sus piezas de montaña. Nosotros seguíamos en posición de
firmes. Ellos ya habían cortado
cartucho.
Boyd se aproximó acompañado de dos de sus
subalternos y un trooper portando el banderín de los Buffalos. Típico del ejército gringo, los oficiales
eran blancos mientras que la tropa estaba compuesta enteramente por gente de
color.
--General Félix U. Gómez, al mando del tercer
regimiento de infantería del ejército constitucionalista –dijo Gómez
presentándose formalmente.
Boyd, un barbaján, escupió al suelo y solo dijo:
–Charles Boyd, US Army.
--Señor Boyd –indico Gómez pues el gringo no había
tenido la cortesía de dar su rango--, mis órdenes son que usted no puede seguir
más al sur.
--¿Y quién diablos creen que son ustedes para
decirle al ejército de Estados Unidos adonde puede ir o no?
Gómez estaba muy pálido pero mantuvo su entereza.
--Lo siento señor Boyd. No puede pasar. Regrésese por favor por donde vino y aquí no
ha pasado nada.
--Vamos a pasar lo quiera usted o no.
--En tal caso, inténtelo si cree poder hacerlo.
--Fuck you! –grito el gringo y él y su gente dieron
media vuelta y se reintegraron a sus filas.
La conversación la logramos escuchar claramente
entre nuestras filas. Mis compañeros
estaban pálidos y sudorosos.
--Quietos, muchachos –ordenaba mi tío recorriendo
nuestras filas--. Estense firmes. ¡Somos la división del norte carajos!
Vide de reojo a Rivas Guillen que hizo como
aproximarse a Gómez. Este le hizo un
ademan para que regresara a las
filas. De pronto una descarga de
fusilería trono. Los gringos nos habían
disparado. Oí las balas zumbar a mí
alrededor. Varios compañeros cayeron
muertos y heridos. Gómez cayó muerto al
instante, con una bala yanqui en la frente.
--¡Abran fuego! –oímos gritar a nuestros
jefes. De inmediato nos pusimos pecho a
tierra y empezamos a contestar el fuego de los yanquis.
Era evidente que nuestras filas no se iban a
quebrar. Se oían mentadas a los gringos
y más vivas a Villa y a México y hubo hasta quien le dio un viva a la virgen de
Guadalupe. Si antes estábamos
encabronados ahora lo estábamos aún más habiendo visto como habían venadeado a
nuestro general. Y esta rabia nos unió a
todos en un solo pensamiento: hacernos matar antes de que estos cabrones se
siguieran más adentro. De ahí no iban a
pasar los hijos de la gran puta. Podía
oír el ¡crack! ¡crack! ¡crack! de nuestros máuseres disparando sin cesar y las
mentadas de madre que gritábamos sin estar conscientes de ello. Eso y el ver a veces a un trooper alzar los
brazos y caer de bruces muerto nos hacía sentirnos invencibles. No, no nos quebraríamos, de eso estaba
seguro. Tal vez moriríamos, sí, pero en
tal caso nunca conoceríamos la derrota.
Rivas Guillen recorría nuestras filas agazapado
observando los movimientos del enemigo y dando órdenes con una sangre fría
admirable. Las balas zumbaban a su
alrededor como un enjambre de avispas pero el gordo parecía indestructible. Eso nos calmó y empezamos a disparar haciendo
que cada bala contara pues sabíamos que no teníamos mucho parque. Vide al trooper que portaba el banderín de
los Buffalos caer de bruces muerto. Boyd
gritaba órdenes encabronado y hasta les daba de patadas a sus negros si no
estaban disparándonos. De pronto se oyó
el tronar de la artillería yanqui. Los
cañones estaban bastante cerca y sus obuses casi no describían parábola. Los sentía pasar arriba de mí como si fueran
un tren desbocado. Los artilleros empezaron
a afinar los tiempos y la metralla empezó a llovernos y hacer estragos entre
nuestras filas. Pero aun así nuestro
fuego seguía siendo nutrido. Rivas
Guillen ordeno que nos trajeran más parque.
--¡Pavón! –ordeno Rivas Guillen llamando a mi tío--. Toma gente y ordénales atacar por el extremo
derecho. ¡Pero no avancen hasta que les
de la orden!
--¡Sordenes!
Igual movimiento lo ordeno Rivas Guillen a otro
jefe a la izquierda.
--¡Ahí vienen los gringos! –grito un jefe. . En
efecto, un grupo de los Buffalos habían remontado y desenvainado sus
sables. Boyd los mandaba a darnos la
puntilla. Sus clarines sonaron y se
dirigieron sobre nosotros a mata caballo.
Gracias a Dios, pensé, Boyd es un pendejo. Cuantas veces había yo visto la caballería carrancista
embestir nuestras filas. Era cuestión de
que la infantería no perdiera la entereza y su carga acabaría en un baño de
sangre.
La carga de los Buffalos no llego a más de 20 pasos
de nuestras líneas. Al frente iba un
oficial blanco. Fue el primero que
venadeamos. Los Buffalos llevaban tanto
vuelo que pasaron por encima del cadáver haciéndolo papilla. Pero les hicimos tremenda matazón y los
detuvimos en seco. Valen madre, pensé,
una carga de dorados tal vez si nos hubiera partido la jeta. Es más, nos hicieron un favor pues nos
parapetamos detrás de sus caballos y sus muertos.
El fragor de la batalla era tal que apenas se
podían oír los gritos de nuestros jefes dando órdenes. Rivas Guillen le dio instrucciones al clarín
de órdenes para que las columnas mexicanas en los flancos contraatacaran. El gordo sabía lo que hacía. Era cosa de aprovechar el desconcierto gringo
cuando vieron su carga de caballería diezmada.
Las dos columnas mexicanas de los extremos los cargaron. En el centro seguimos aguantando y
disparando.
La artillería gringa había detenido su fuego cuando
los Buffalos nos embistieron. Reanudaron
su fuego a lo largo de nuestras líneas pero reaccionaron tarde para castigar
nuestras columnas que avanzaban en los flancos.
Oí un horrible estruendo a nuestra retaguardia. Aparentemente un obús yanqui había explotado
en la ranchería donde teníamos nuestro parque.
Pronto ya no tendríamos más parque y el gordo Rivas Guillen se iba a
tener que rendir como Anaya en Churubusco.
Oímos una tremenda gritería en los flancos de los
Buffalos. Nuestras dos columnas habían
logrado cerrar con ellos y se combatía cuerpo a cuerpo. La división del norte era imparable cuando
estaba enchilada.
--¡Síganme cabrones! --grito Rivas Guillen parándose al frente de
nuestras filas alzando su espada de oficial.
Como un solo hombre los que todavía podíamos cargamos sobre los gringos
y seguimos al gordo. Y que bueno pues ya
casi no nos quedaba parque.
Unas horas después yo y otros compañeros
escoltábamos a varias docenas de negros que se habían rendido. Los Buffalos se habían quebrado luego luego
ante el embate de nuestros soldados. Les
partimos la madre aunque nos superaban en número. Como 500 habían salido huyendo y el resto
habían muerto o eran nuestros prisioneros.
Me dio la impresión que los negros no se habían
querido hacer matar por esos oficiales hijos de la gran puta que los comandaban
a fuetazos. Boyd había sido muerto de un
bayonetazo que le abrió el buche y derramo sus intestinos. Aunque también tenía unos balazos en la
espalda y tal vez los negros mismos lo habían venadeado. Tuvimos que resguardar a los morenos de los
yaquis que querían comérselos vivos.
En una carreta llevábamos el cadáver, envuelto en
la bandera mexicana, de mi general Gómez.
--Manuel –dijo mi tío –dame tu rifle.
--¿Por qué?
--Es una orden –dijo haciéndome salir de la escolta
de los prisioneros--. Sígueme.
Mi tío me paso una cantimplora. Estaba llena de sotol. Me dio la orden de tomar varios tragos. Tal hice sin chistar. Tenía una sed del carajo.
Cruzamos el puente sobre el arroyo seco. Por alguna razón una sensación de muerte me
invadió. Los yaquis seguían ahí, con su
puto tamborilete que parecía inspirado por el mismo diablo. Camine tras mi tío desarmado.
Adelante vide los jacales o lo que quedaba de
ellos. Ardían. Había una carreta hecha pedazos y también
varios caballos despanzurrados. La
sangre había formado charcos y se oía ya el zumbar de las moscas.
--Las soldaderas no obedecieron la orden de
quedarse en Villa Ahumada –explico mi tío--.
Ya ves que son muy cabronas. Se
vinieron tras de la columna. Cuando vino
la orden de llevarnos más parque pos cargaron la carreta esa e iban a
llevárnoslo. Pero la artillería gringa
les llovió. Fue rápido, muchacho.
--¡Tío! –mi corazón dio un vuelco.
Adelante había varios bultos que
misericordiosamente habían sido cubiertos con mantas. Eran las soldaderas hechas pedazos por la
artillería yanqui. Me forcé a ver el
espectáculo dantesco temiendo reconocer uno de esos bultos. Y si, uno era familiar. Reconocí los pies que sobresalían bajo la
manta que cubría el resto del cuerpo.
Eran tan pequeños, como de una niña.
Era Brígida. Grite al ver
esto. Rabiaba de coraje y dolor. Mi tío me impidió abalanzarme sobre el
cuerpo.
--¡No! ¡No
la descubras, Manuel! ¡Por Dios santo,
no la veas!
Me arrodille junto a ella mientras mi tío sostenía
sus manos firmemente en mis hombros.
Toque los pies ensangrentados.
Los bese. Luego deje que mi tío
me llevara de ahí.
Entendí por qué mi tío me había desarmado. Seguro me hubiera dado ahí mismo un plomazo o
hubiera matado a unos yanquis y Rivas Guillen me hubiera mandado fusilar. Muchas veces resentí lo que hizo mi tío. Hubiera sido mejor morir.
Los años pasaron. Creo que enloquecí por un tiempo. Me envicie con el alcohol. Vague por el mundo. Asesine.
Robe. Cometí mil y una
injusticias. Y un día, en medio de mi
embriaguez, Brígida me empezó a hablar y esto me dio algo de paz. Y la veía yo en todas partes, con su sonrisa
burlona y su cigarro de hoja diciéndome mil y una chingaderas. Ella siempre seria joven. Y yo, yo more sobre la tierra y envejecí.
--¡Válgame Dios! –dijo el taxista--. Lo siento por
su esposa. Con razón la llora usted si
era una mujer formidable. Pero, por lo
menos le partieron la madre a esos gringos, ¿verdad?
--Si –conteste lacónico—les partimos la madre.
--Mire, mi general, ya llegamos. Aquí es la ciudadela.
Estábamos en la esquina de Balderas y Pugibet.
--Bien, don Lupe, déjeme aquí por favor.
--¿Está seguro mi general?
--Si, voy a estar bien, despreocúpese.
El taxista me ayudo a bajarme de su cocodrilo. Traía la botella de ron y el vaso en mis
manos.
--Jijos, mi general, con todo respeto, si un chota
lo ve con la botella capaz que me lo madrean.
El hombre tenía razón. Además yo estaba vestido de civil. Apure un último trago.
--Esta bueno, llévate la botella. Provecho.
--Mire, mi general, no tome cualquier carro. Ahí en el parque hay un sitio. Los conozco.
Son buena leña. Tome un carro con
ellos.
--Bien, Lupe, eso hare.
El taxista se fue.
Me quede en la esquina. Balderas
era una avenida bastante amplia. Incluso
había una línea de tranvía que no había estado ahí en febrero de 1913.
Prendí un pitillo.
En esa esquina, bien sabia, los rebeldes habían puesto una barricada y
emplazado varias ametralladoras. Parque
no les faltaba. La ciudadela, cuya
fachada todavía se alcanzaba a ver, era un arsenal y rebosaba de parque. Sentí la mano tibia de Brígida acariciar mi
sien.
--¿Me perdonas viejita?
--Nomás porque te quiero. Pero más vale que no vuelva a entrar a tu
apartamento esa pinche vieja flaca.
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