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Locomotora Cuata |
Sí, soy hoy un anciano y hay
mucho de confusión en mi mente cuando recuerdo todo esto. Pienso que el ser humano no debería de vivir
más allá de los cuarenta años. Así no
das lastima y tus recuerdos no te confunden. A veces en mis sueños veo las caras de esos
hombres armados. Pero no sé cuáles son
sus nombres. Todos son, si, el mismo
barro moreno y por sus uniformes, como en vida, me es difícil saber en qué
bando están o a quien siguen. Es por eso
que he llegado a la conclusión que no había ninguna diferencia entre todos los
infelices pendejos que nos andábamos matando entonces.
Había un frio de la chingada
cuando salimos de Orizaba. El 88 se
encontraba hacinado arriba de los vagones de ferrocarril. Dentro de estos viajaba la caballada, un par
de cañoncitos, municiones, rifles, y otra impedimenta. En un carro viajaba la oficialidad. Pero los jefes –cabos y sargentos—también
viajaban encima de los vagones.
Tal vez usted solamente ha
viajado dentro de un camión o de un tren y no podría aquilatar lo que estábamos
sufriendo pues caía una lluvia fría y soplaba un viento glacial que nos calaba
hasta los huesos. Los tristes uniformes
de federal color mojón seco, el quepí juarista, y nuestros huaraches poco nos
protegían de los elementos. Nos
acurrucábamos juntos para tratar de protegernos de la intemperie.
Si, el glorioso 88 batallón
de infantería era un conjunto de miserables –en su mayoría chamacos y
ancianos-- que sentía como sus fuerzas se iban lentamente desvaneciendo con el
frio. Pronto, intuía, ya no tendríamos ánimo
para seguir vivos. Tal vez morir seria
entonces una misericordia pensaba.
--¡A ver cabrones! –rugió el
sargento Toribio--. Tú, y tú, váyanse a
la locomotora…si es esa chingadera que avienta humo…tráiganse leña…el
maquinista se las dará…les enseñare como hacer una fogata aquí, sobre el vagón…no,
pendejos, no se va a quemar el vagón…¡yo sé cómo hacerlo, carajos!
Muchas veces he recordado con
agradecimiento como esos jefes se desvivieron por mantenernos vivos. Si, era su deber, lo entiendo pero eso no
cambia que sin su experiencia de soldados, que les había enseñado toda clase de
mañas para sobrevivir, no estaría yo vivo.
No, no había nada de capas o impermeables, carajos, éramos el ejército
mexicano y como siempre no teníamos ni una chingada. Pero afortunadamente pronto había varias
fogatas encima de los vagones junto a las cuales logramos medio restablecernos.
En Maltrata vide como
engancharon una locomotora inmensa que llamaban “cuata”, poderosísimas, que era
apenas la que podía jalar el convoy a través de esos declives. Había, debo aclarar, siempre una nube de
ceniza que nos caía desde la locomotora.
Años después aprendí, de boca del mismo Rodolfo Fierro, un ex garrotero,
que el color del humo de esta te indicaba que tan eficiente era la
combustión. Si el humo no era muy negro
la locomotora vencía con facilidad los obstáculos. Pero si el humo se oscurecía notábamos como
poco a poco íbamos subiendo velocidad.
Todo dependía de la pericia del maquinista en asegurarse que la
locomotora operara a su máxima eficiencia.
La vía serpenteaba por entre
la sierra y los acantilados le daban a uno tremendo vértigo. En todos lados se veían evidencia de
derrumbes. La sierra era zona sísmica y
era evidente que era un reto constante mantener la vía abierta. A veces, al fondo de un acantilado, podíamos
ver los restos de un convoy que se había desbarrancado. Si hubiera un temblor, intuí, varios de los
peñones gigantescos a nuestro alrededor se dejarían caer sobre el convoy.
De vez en cuando entrabamos
en un túnel y nos teníamos que pegar al techo del tren. Era entonces cuando el humo de la locomotora
nos sahumaba y salíamos tosiendo del túnel.
Había también lo que llamaban viaductos.
Estos eran túneles con una pared abierta, muy comunes en Suiza, con
columnas puestas de ex profeso. El humo
no nos atormentaba tanto en estos.
El rancho fue minúsculo,
apenas unos frijoles y unas tortillas tan viejas y duras que han de haber
quedado de la expedición de Santa Anna a Texas.
Pero tal era mi hambre que comí ese miserable rancho con avidez. Eso sí, seguí la consigna del sargento
Toribio de comer lentamente, muy lentamente, para que el cuerpo creyera que era
más el alimento. Por supuesto, hacíamos
nuestras necesidades ahí mismo, encima de los vagones.
Empezó a atardecer y la
sierra parecía interminable. Yo no tenía
ni idea donde diablos estábamos pero a mi alrededor solo se alzaban montañas
gigantescas, algunas nevadas. No había
casi vegetación, acaso unos tristes arbustos que lograban sobrevivir en esas
rocas y abruptos ríos de lava congelada.
Seguramente, pensaba, he muerto y estoy en el infierno. Este lugar, si, era el culo del mundo.
Los jefes nos
despertaron. Estaba a punto de amanecer. A mi alrededor se oía un mar de tosidos. El tren iba a paso de tortuga entre campos de
magueyes. Estábamos en el altiplano.
--¡Arriba cabrones! –juro
Toribio--. Voy a pasar lista.
Y comenzó a recitar una
secuencia melancólica de puros Juanes y unos cuantos Guadalupes.
Un cabo se acercó a Toribio.
--El teniente quiere saber cuántos
tienes.
--Dile que 42. Hay seis enfermos.
En efecto, cuatro de los más
ancianos de los “forzados” –eso propiamente éramos—apenas podían contestar y
tampoco incorporarse. Igual, dos
chamacos estaban febriles y delirantes.
--Pos tienes suerte –dijo el
cabo--. A González ya se le anda
muriendo la mitad.
Toribio sacudió la
cabeza. Eran menesteres del oficio. Siempre habían pérdidas por la intemperie.
--¡Escuchen cabrones! –Indico
Toribio llamándonos la atención--. Vamos
llegando a Estación Ventura. Ahí
encontraran una cocina en la estación.
Pero antes vamos a tener que bajar a los enfermos.
En efecto, el tren se detuvo
frente al andén. Pero bajar a los
enfermos del techo de los vagones no era fácil.
Fue a base de muchas mentadas y juramentos que logramos bajar a los
enfermos sin que se rompieran ellos (o nosotros) la crisma. Lo que habíamos aprendido, si, era una
lección importante: solo si trabajábamos en equipo lograríamos sobrevivir.
Los jefes nos hicieron
formar. Afortunadamente estaba en la
segunda fila. No quería que Cervantes me
fuera a ver. Pero no, el capitán creo
seguía emborrachándose en el carro de los oficiales.
El que si nos inspecciono fue
un teniente muy jovencito, tal vez recién egresado del colegio militar. Lo oí murmurar un “Dios santo” al
observarnos.
--El problema, mi teniente
–observo Toribio—no es tanto lo jodida que está esta gente.
--¿No lo es, sargento? ¡Están de la chingada!
--Pos no, mi teniente. El pedo es que la mitad trae 30-30 y la otra
mitad mausers.
Los mausers eran el rifle
standard en el ejército federal. No sé
de donde carajos les habían dotado de 30-30’s al 88. En todos sentidos, el máuser era superior,
por más que la gente le cante al 30-30.
El máuser tenía mayor alcance y el plomazo era más letal.
--Además, mi teniente
–continuo Toribio--, pos en su triste vida han disparado un arma estos
cabrones. No meterán ni las manos cuando
choquemos con los maderistas.
El teniente sacudió la
cabeza. Tenía mucho de razón
Toribio. El resto del convoy estaba
igual armado con una mezcolanza de armas.
Carajos, ¡no me sorprendería que hubiera habido también unas morenas
lichas de tiempos de la guerra de Texas en manos de algunos soldados del 88!
El coronel tomo cartas en el
asunto. Nunca supe por qué maldita razón
el tren se había detenido. Se rumoreaba que
no partiríamos sino hasta el dia siguiente.
Separaron las armas. Nuestra
compañía, afortunadamente, se quedó con puros mausers. Los jefes y oficiales aprovecharon la espera
para entrenarnos. Nos repartieron cinco
cartuchos, no más. Primero practicamos
con el rifle descargado. Finalmente nos
dejaron disparar. El blanco era una
nopalera. A la primera descarga esta ni
se inmuto. Nuestra puntería era de la
chingada.
--¡Ah bola de pendejos! --juro Toribio--. ¡Alto el fuego bola de inútiles!
Volvimos a practicar con el
rifle descargado. Los jefes, usando
señas y mentadas de madre (lenguaje universal) les indicaban a los que no
hablaban español como cargar el rifle y apuntar.
Para la quinta descarga
logramos tumbar algunas pencas de la nopalera.
Pero ya no había más parque para usarlo en practicar. Déjenme explicarles que en ese entonces no
había ninguna fábrica de municiones en México.
Todo el parque venia de Europa o de Estados Unidos y entraba por
Veracruz y de ahí se distribuía a todo el ejército.
Por lo menos esa noche pudimos
hacer vivaques al pie del convoy y no tuvimos que dormir arriba de este. Si, había una cocina, pero lo que nos
repartieron era lo mismo de siempre: frijoles y tortillas del tiempo de la Intervención
Francesa. Si acaso había tantito más de
estas.
Los jefes recorrían el
vivaque. Logre oír al sargento Toribio decirle entre con satisfacción y
resignación al teniente:
--Por lo menos estos pobres
pendejos ya dispararon sus rifles mi teniente.
--Bien, cuídelos sargento a
ver si no se nos mueren más esta noche.
En efecto, los cuatro
ancianos y uno de los chamacos que habían enfermado se habían muerto ya. El chamaco que quedaba moriría al amanecer,
cuando nos íbamos subiendo al tren. Y
si, dejamos a otros tres enfermos en Ventura.
La máquina silbo y
continuamos nuestra horrenda travesía hacia el norte.
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