XXIV.
Camino a Zacatecas
Finales
de septiembre de 1968
Camino
lentamente a lo largo de Balderas. Mi problema con el alcohol es que este no me
da la patada luego luego sino tiene efecto retardado en mi cuerpo. De ahí que
tengo algún problema en mantenerme vertical. Espero tan solo que si un cuico me
ve lo atribuya a que ya soy un anciano y no me dé una putiza y me tire dentro
de una julia.
Estoy
también encabronado. No reconozco nada. Bueno, carajos, han pasado más de
cincuenta años de que ocurrió la decena trágica. Pero tengo la sensación de que
mis recuerdos no son verdaderos, que son puros inventos, y si, eso me
encabrona. Después de todo, ¿Qué es un hombre sino la suma de sus recuerdos? Y
si estos valen para una chingada, ¿entonces el hombre también vale para una
chingada?
Creo
reconocer el edificio que albergaba la YMCA. Acaso porque quiero mear me atrevo
a abrir un portón que da a la calle. Preguntare si aquí es el lugar y si me
pueden dejar mear en algún rincón. Pero no hay nadie a la vista. Frente a mí se
abre un patio con una fuente seca. Tal vez si me apresuro podría mear en la
fuente y nadie la haría de tos.
Desenfundo
mi aparato y comienzo a mear con alivio. En eso se oye una gritería. Volteo
pensando que es alguien del edificio que me va a reclamar que carajos ando
haciendo. Pero no, la gritería viene de la calle. En eso entran dos hombres.
Uno es treintón, de buena planta, y el otro es un chamaco de acaso 18 años. El
chamaco está sangrando.
--¡Ayúdeme
viejito! –ordena el treintón.
Yo
agarro al muchacho y lo pongo junto a una pared y trato de atajarle la sangre
con mi pañuelo. El otro hombre va y cierra apresuradamente el portón.
--¿Pos
que le paso a su muchacho? –me atrevo a preguntar.
--Cállese
viejito –me indica el treintón jalándome para que no sea visto desde el
portón--. Fueron los putos soldados.
--Han
de ser ustedes delahuertistas, señores. Cuenten conmigo para lo que se les
ofrezca.
--¡Cállese!
–insiste el treintón.
Se
oye más griterío y corredero y gritos de dolor en la calle.
--Somos
estudiantes –dice con voz queda el joven.
--El
puto gobierno nos está partiendo la madre. Y yo creo que los líderes ya se
vendieron. ¿Cómo chingaos se enteraron de donde nos íbamos a juntar?
--¿Son
estudiantes? ¿De Vasconcelos?
--¡Ja
ja! –se rio el treintón--. No abuelo, somos de la resistencia estudiantil. Yo
soy maestro en el poli. Estamos luchando por la libertad de México, contra el
gobierno del trompudo. Los putos soldados le dieron un macanazo al compañero
Ramiro aquí.
Se
oyeron más gritos en la calle.
--Perense
aquí, no hagan ruido –ordeno el treintón.
El treintón se fue y observo a través del portón y luego regreso.
--Está
lleno de soldados ahí afuera y están levantando a los compañeros.
--Este
muchacho necesita atención medica –indique--. ¿Y qué diablos quieren decir con
que están luchando por la libertad de México?
--¿Usted
bromea abuelo? --me dijo el treintón aprontando mi pañuelo contra la sien del
muchacho. La sangre ya no fluía tanto pero mi pañuelo estaba arruinado.
--¿Sobre
la libertad de México? Ciertamente que no. Carajos, yo estuve en la bola, lo
que ahora llaman la revolución.
--Pos
precisamente por eso, abuelo –dijo con tono hostil el treintón--, es que usted
debería saber que vivimos en una puta dictadura. Puta madre, ¿qué de
“revolucionario” tiene el PRI? Son puro ratero y asesino. Digo, ustedes que
hicieron la bola la cagaron. De todas maneras tenemos un hijo de puta
oprimiéndonos.
Mis
manos temblaban y muy apenas pude sacar una cajetilla de “Delicados”. Me puse
uno en la jeta y le ofrecí uno al treintón, el cual con generosidad me paso
lumbre.
--El
muchacho, repito, necesita un doctor.
--Pos
esta cabrón sacarlo orita. La calle está llena de pelones. ¿Así que usted
estuvo en la bola?
--Pos
algo. Pero sepa, nunca conocí que carajos era eso de la libertad.
--No
pos no, ya le dije que su lucha valió madre.
--Quisiera
pensar que no fue así. Vera, la libertad vale madre si no hay justicia. Y el
único que aplicaba justicia murió en Parral en una balacera.
--¿Pancho
Villa? ¿A poco usted fue villista? No sea hablador viejito. Luego me va a decir
que era hasta general.
--Pos
si lo fui.
El treintón me dio una sonrisa burlona.
--Lupe
–gimió el muchacho--, que no siento el cuerpo.
--¿Cree
que vale la pena que este chamaco se muera por la libertad? Vi a un carajal
morir así quesque por la libertad de México. ¡Y hablo de gente de ambos bandos!
Carajos, cuanto cabrón que organizaba una banda de cabrones y empezaba a echar
cuete decía que luchaba por la libertad.
--Jijos
–contesto el treintón viendo al chamaco que aparentemente agonizaba.
--Créame,
amigo, los pendejos que nos matamos en la bola en realidad no sabíamos con qué
chingaos se come eso de la libertad. Después de tantos años, sin embargo, creo
que ya sé que es.
--Pos
ilústreme viejito.
--Yo
creo que nunca los mexicanos disfrutaremos de ella. Pero lo que cuenta es
luchar por ella. Aun si nunca la alcanzaremos. Eso nos hace mexicanos.
El
fulano no dijo nada. Solo tomo una chupada de su cigarro y sacudió la cabeza.
--Pos
suena bonito, pero, sabe, pronto aquí al compañero la libertad de Mexico seguro ya le vale una chingada.
--Pos
tenemos que llevarlo a un médico.
--¿Usted
cree que lo podrá cargar, abuelo?
--Yo
veré como chingaos.
--No
lo lleve a la Cruz Roja, abuelo. Busque un médico por ahí, por favor, de lo
contrario lo arrestaran los federales.
--Repito,
veré como chingaos lo hago –dije a duras penas levantando al muchacho--. ¿Y
usted, no me va a ayudar?
--Si
lo hare –dijo el treintón--. Creo que usted tiene razón. Nunca sabremos que
carajos es esa chingadera, pero lo que cuenta es luchar por ella. Total, para
morir nacemos. Voy a demostrar que tan mexicano soy. Sígame. Distraeré a esos cabrones y usted pélese con Ramiro.
Tal
hice. El treintón salió primero a la calle. La soldadesca lo vio. El hombre se
plantó frente a estos.
--A
ver, hijos de su puta madre, ¡me cago en su puto uniforme de mierda! ¡Ustedes y
Díaz Ordaz son unos putos que me pelan la verga!
Acto
seguido una turba de soldados se fue sobre el treintón, el cual agarro
corriendo con gran agilidad rumbo al norte. Yo me lleve al muchacho al sur.
Unos minutos después oí una balacera. Supe entonces que tal vez habían matado
al último mexicano con huevos que quedaba. Ni siquiera supe su nombre. El caso
es que tuve buena suerte y una cuadra más abajo vide una puerta que indicaba
que era el despacho de un médico. Toque desesperado y el mismo galeno me abrió.
Vide que tenía su título de la UNAM en una pared.
--Este
muchacho es universitario. No se porte ojete porque ya se donde despacha usted
y si lo entrega a los putos soldados volveré, ¿entiende?
--Despreocúpese
caballero –dijo el médico mientras me ayudaba a poner al muchacho en una cama y
de inmediato empezó a reconocerlo.
--Válgame
Dios –anuncio el médico después de examinar al muchacho--, hare lo que pueda,
le doy mi palabra como universitario, pero lo tengo que llevar a un quirófano.
Conozco a un colega que me puede ayudar a llevarlo ahí y se dónde lo podemos
operar sin que se enteren los del gobierno.
--Pos
más le vale –dije con voz amenazadora.
Luego
me salí con premura. Solo entonces me percate que mi saco estaba lleno de
sangre y lo tire en un tambo de la basura. Si hubiera sido mi uniforme lo
hubiera tirado también.
Era
ya de noche cuando un cocodrilo me dejo en los multifamiliares. Abrí la puerta
de mi cuchitril con tiento. No quería encontrarme con la catrina, no sea que Brígida
pensara que tenía queveres con esa vieja flaca. Pero el apartamento estaba
vacío y me dirigí de inmediato adonde tenía una botella. Prendí otro cigarro y
me puse a libar. Como esperaba, todo se empezó a desvanecer.
Junio
de 1913, a 50 kilómetros de Zacatecas
Ha
pasado casi año y medio después de la decena trágica. Me encuentro dormitando
arriba de un vagón de tren. La locomotora que jalaba el convoy nos llovía un
carajal de tizones de carbón y nos sahumaba a punto de asfixiarnos.
--Ya
ni la chingan esos cabrones –se quejó Arévalo, el cual tenía un vendaje en un
ojo.
--Me
dicen que el carbón que usa esa matraca esta de la chingada pues el mineral de
Piedras Negras ya no está en manos del gobierno –dijo Toribio.
--De
por si la locomotora esa parece del año del caldo –observe--. No sé si logremos
llegar o se vaya a morir en el camino.
--Yo
pensaba que íbamos rumbo a Querétaro –apunto Arévalo-- pero oí que habían
desviado el convoy hacia Zacatecas.
Como
siempre, a nosotros, la carne de cañón no nos informaban de nada. De ahí que
siempre circulaban rumores fantásticos entre la tropa. En cierto momento se
decía que iríamos a Veracruz a combatir a los gringos que habían desembarcado
en el puerto. Yo con mucho gusto hubiera querido que así fuera pues podría
pelarme a Coscomatepec.
--¿Zacatecas?
¿Y qué carajos vamos a hacer ahí?
--¿Cómo
chingaos voy a saber yo, Manuel? ¿Me ves cara de pendejo?
--Jijos,
sargento, no entiendo, no se enchile.
--Manuel
–explico Arévalo--, no sé si te has dado cuenta que tenemos puros generales
pendejos al mando.
--Si,
Manuel –se rio Toribio--, y solamente esos pendejos saben para donde chingaos
vamos. Si ordenan que engordemos los zopilotes en Zacatecas pos ansina será. Y
si me insinúas que soy general entonces me estas llamando pendejo.
Yo
observe al resto de la tropa encima de los vagones. Los uniformes parecían
harapos y varios están vendados pero aun así los iban a hacer pelear. La moral
de la tropa, como se imaginaran, estaba de la chingada. De plano el ejército de
Huerta daba lastimas.
--Pos
esta gente está rete jodida –observe--. Yo creo que ni los zopilotes los van a
querer cagar.
Lo
que más impactaba era que se veían mezclados gente con las insignias de varios
regimientos, no solo del noveno. Había gente del 12, del 19, y del 31. Después
de la derrota de Torreón todas esas fuerzas, incluyendo al noveno, habían sido
diezmadas. Ahora las habían consolidado en lo que rimbombantemente llamaban “la
brigada Cervantes”.
Como
si me estuviera leyendo la mente Toribio comento:
--Al
único que no llamaría pendejo seria al puto de Cervantes.
--En
efecto –dijo Arévalo--. Si logramos salir en orden de Torreón fue porque el
cabrón mostro mucho colmillo.
--Pos
eso –continuo Toribio--, además de que mando matar a muchos en cuanto daban
señales de quebrarse. Yo mismo lo vide vaciarle la mitigüeson a varios
compañeros que ya querían pelarse.
--A
la mejor ansina es como se ganan las guerras –observe con tristeza.
--No
Manuel –contesto Toribio con una voz triste--.
Ansina es como se pierden las guerras, balaceando a nuestra propia
gente. He visto animales
agonizando. Y algunos se muerden sus
mismas heridas, no sé por qué. Pero creo que es lo que el gobierno esta haciendo.
--Ha
de ser para desangrarse más rápido y no sufrir más –apunto Arévalo.
Me
di cuenta entonces que Huerta ya había perdido la guerra. Era cosa de ver cuanta más sangre iba a fluir
antes de que el pelón se rinda.
Al
atardecer se veía Zacatecas adelante. Pero vide también unas imágenes que me
helaron la sangre. De cada poste del telégrafo que bordeaba la vía había uno o
dos colgados la mayoría cubiertos de zopilotes que alzaban el vuelo en cuanto
se acercaba nuestro convoy
--Son
rebeldes, Manuel –observo Toribio--. Quesque la gente de un tal Natera que
intento tomar Zacatecas y los derrotaron.
--O
sea, no son gente de Villa –apunto Arévalo--. Esos son más cabrones, ya ves
cómo nos fue en Torreón. Y seguro ese hijo de puta se dirige también a
Zacatecas.
El
horrible espectáculo de los colgados y la idea de Villa pronto se presentaría a
partirnos otra vez la madre me hizo temblar. Vide hacia el norte, esperando ver
ya los humos de los convoyes de la división del norte.
El
general federal a cargo de la defensa de Zacatecas era Luis Medina Barrón, un
egresado del colegio militar que gozaba de buena reputación y que, como nativo
de Jerez, conocía muy bien la plaza de Zacatecas. Era un veterano de las
guerras de don Porfirio contra los yaquis. Además era un excelente jinete que
había comandado a un cuerpo de rurales. Huerta definitivamente no la había
cagado en designarlo para sostenerse en Zacatecas.
Ahora
Medina Barrón se encontraba en la comandancia de la plaza adonde había
convocado a sus segundos. Entre estos se encontraba el ahora brigadier Cervantes,
nuestro conocido, y también Benjamín Argumedo.
Este último comandaba unos 1000 hombres, lo que quedaba de los
magonistas. La gente de Argumedo sabía que los villistas no les tendrían
misericordia si caían en sus manos.
--Señores
–comenzó Medina Barrón mientras desplegaba un amplio mapa de Zacatecas--,
defenderemos la plaza desde los cerros. La clave, creo, es La Bufa, la cual,
como ven controla el corazón de la ciudad. Ahí he decidido instalar la mayoría
de la artillería. Al sur nos atrincheraremos en el cerro de Clérigos y en el de
Bolsas. Este último resguarda el camino a Guadalupe. Seguro que por ahí atacara
Natera con su gente pero creo que ya les encontramos la medida a esos cabrones.
Por occidente ocuparemos los cerros del Grillo y el San Martin. Creo que el
enemigo solo amagara por ahí.
--Mi
general –dijo Olea, uno de los jefes de confianza de Medina Barrón--,
seguramente los villistas atacaran La Bufa desde el norte y poniente.
--Si
–afirmo Medina Barrón--, Villa viene desde Torreón. No dudo que intentara
abrumar la posición de La Bufa con su infantería.
--Entonces,
mi general –dijo Cervantes parándose--, creo que debemos artillar también las
aproximaciones a La Bufa, específicamente los cerros de El Cigarrero y de La
Mesa que se alzan en sus inmediaciones.
--Pos
yo creo que se tiene que poner a un cabrón muy hombre para sostenerse ahí y no darle las nalgas a Pancho –dijo
con voz retadora Benjamín Argumedo.
Cervantes
se sintió aludido, ya saben ustedes de que pata cojeaba.
--Estoy
a sus órdenes para lo que se ofrezca, mi general Natera –contesto Cervantes.
--Orden,
señores –dijo con dureza Medina Barrón--. El señor brigadier Cervantes saco con
mucha habilidad a su gente de Torreón. Es por eso que le confió que situé su
gente en El Cigarrero.
--Señor
general –índico Argumedo—si cae el Cigarrero o La Mesa, La Bufa no se
sostendrá.
--La
brigada Cervantes se hará matar antes de que caiga el Cigarrero –contesto
Cervantes.
--Ta
güeno, ¿y no vamos a pelear dentro del pueblote, mi general? --insistió Argumedo.
--Es
mi parecer que sería inútil, general Argumedo –contesto Medina Barrón--. Ya
indique que las alturas son la clave de la defensa de esta posición. Sin
embargo, creo que su gente actuaria muy bien como reserva. Es por eso que
quiero que se sitúen en el templo de San Francisco. Estará bajo el mando del
general Olea que será responsable de reforzar los puntos más comprometidos con
gente y con parque.
--Mi
general –pregunto Olea--, ¿podemos esperar alguna ayuda desde el centro?
--No
le mentiré, general –reconoció Medina Barrón-- hay una columna de 1000 hombres al
mando de Pascual Orozco que se dirige aquí. Dudo, sin embargo, que puedan
romper el cerco del enemigo. Y aun así, serán demasiado poquitos para
ayudarnos.
--¿Pos
entonces para que mandarlos? --pregunto
Argumedo con exasperación.
--Esa
fue decisión de Huerta, general Argumedo.
Años
después pude examinar el plano de la defensa y me pareció que las disposiciones
de Medina Barrón eran impecables. Yo creo que ni el mentado von Hindenburg
hubiera hecho mejores disposiciones. El problema que tenía Medina Barrón es que
la gente, incluyéndome a mí, éramos en su mayoría forzados de leva y no nos
íbamos a hacer matar por Victoriano Huerta. Luego, con Veracruz ocupado por los
gringos el parque ya escaseaba. La flota gringa había evitado que el Ypiranga,
si el mismo buque que se llevó a don Porfirio, atracara con un cargamento de
munición para Máuser que Huerta había comprado en Alemania. Y para acabarla de
joder, Medina Barrón solo tenía como 12 mil infelices a su mando mientras que
Villa contaba con más de 20 mil. Además, la gente de Pancho era muy belicosa y
el parque no les faltaba. Es decir, el resultado solo podía ser la caída de la
ciudad.
Benjamín
Argumedo no era pendejo. Intuía bien que Zacatecas iba a caer. Saliendo del
conclave jalo aparte a sus jefes.
.
--Escúchenme
bien, estaremos haciendo vivaque en el mero centro del pueblo, en la iglesia de
San Francisco. Asegúrense que la gente esté muy atenta.
--¿Cree
que Pancho nos va a querer madrugar, mi general?