Tuesday, October 22, 2013

XXIX. La Máquina Loca

Consolidation 2-8-0

San Juan de los Lagos, Xalisco, julio de 1915

El general Manuel Diéguez era un viejo luchador social que había andado de revoltoso desde la huelga de Cananea, donde había jugado un papel sobresaliente. En julio de 1915 Diéguez era un hombre ya maduro, aindiado, flaco de carnes, con el bigotazo completamente cano. Diéguez estaba al mando de las tropas obregonistas en San Juan de los Lagos. Sus órdenes, dadas personalmente por el manco, eran amagar Zacatecas, aunque no intentar tomarla. Diéguez se encontraba en la comandancia de San Juan de los Lagos recibiendo el parte de sus oficiales.

--¿Reporta algo mi general Santander? --preguntó Diéguez al jefe de su estado mayor, un coronel Ceballos.

--Si, mi general --contestó Ceballos consultando unos telegramas--. Aparentemente una columna salió de Zacatecas. Santander la siguió, pero hubo una escaramuza y se le perdieron
identificaron al comandante. Es Rodolfo Fierro.

--¿Al mando de Fierro? ¿Cuántas gentes?

--Santander estima como un millar. Pasamos el reporte al general Pablo González en la ciudad de México.

Diéguez prendió un cigarro de palma.

--No me gusta esto. Especialmente el que nos hayan subordinado a Pablo González.  Obregón sabía lo que hacía. El pablitos está muy güey.

--El general González piensa que salieron a robar vacas. No le preocupa lo que haga Fierro.

Diéguez se acercó a un mapa de la república.

--¿Mil hombres para robar vacas? Pancho Villa solito se bastaba para hacer eso en sus tiempos de abigeo. No, Ceballos, ordene que se refuercen los piquetes. Mire, Fierro puede irse sobre la ciudad de México o Celaya o dirigirse a Guadalajara. Es decir, que podría venirse sobre nosotros.

--Son solo mil hombres, mi general.

--Si, y nosotros somos tres mil aquí en esta plaza más los mil que andan buscando abigeos con Santander. Pero la mitad de mi gente son convalecientes de Celaya. Se supone que solo debemos de observar lo que haga Pancho en Zacatecas y para eso si somos suficientes. Pero, rechazar un ataque nos pondría en problemas.

Un teniente entró, saludó, y le entregó un despacho a Ceballos.

--Mi general, buenas noticias. El general Obregón llega en una hora. Nos acaba de mandar un telegrama.

--¿Obregón? ¿Aquí? Bien, finalmente habrán ordenes claras.

--¿Ordeno la alerta? –preguntó Ceballos.

--No, ya la gente está en sus vivaques y preparándose la cena. No los moleste. Ordéneles, sin embargo, a la guardia de la comandancia que se acicalen. A ver si puede conseguir a la banda de guerra para que toque la marcha dragona cuando Obregón llegue a la estación. Y que preparen una buena cena. A mi general Obregón le gusta comer bien. Y si puede, búsquese unas botellas de champagne.

--No se preocupe mi general, yo me encargare --contestó Ceballos.

A unos diez kilómetros de San Juan de los Lagos había una estación pequeña que era usada por los ferrocarrileros para labores de mantenimiento.

Un telegrafista saludó y le anuncio a Rodolfo Fierro:

--Mi general, confirmaron recibo. Esperan a Álvaro Obregón.

Fierro se rio. Era la sonrisa de un lobo estepario.

--Bien, capitán Pavón, ¿ya acabaron sus muchachos?”

--En unos diez minutos más, mi general --contestó mi tío.

Fierro salió de la estación seguido de mi tío. Afuera de esta había una locomotora y dos vagones de pasajeros. Habíamos detenido este tren unas cuantas horas antes. Traía dos vagones llenos de civiles los cuales desembarcamos.  Habíamos apresado al conductor y al maquinista y al fogonero para que no le dieran parte al ferrocarril.

--¡Que chulada de locomotora! --exclamó Fierro caminando junto a esta. El ex-garrotero obviamente conocía el equipo--. Consolidation, 2-8-0, 20,000 libras de tracción, hecha por la Alco, American Locomotive Company. ¡Nuevecita! Ya encarrerada llegara a los 50 kilómetros por hora. Y como nomas pasando ese cerrito todo es bajada de ahí hasta San Juan de los Lagos, probablemente va a superar esa velocidad.

Yo mientras estaba supervisando a la gente que subía unas cajas a los vagones.

--¡Cuidado cabrones! No dejen caer esas cajas o nos morimos todos. ¡Es dinamita!

--No se preocupe, mi teniente --dijo un sargento de zapadores que jalaba unos cables--. Estallara solamente cuando el detonador de impacto la prenda.

La gente acabó. Los dos vagones y la carbonera estaban retacados de dinamita.

--¡Listo! --anuncio el zapador.

--Bien --dijo Fierro subiéndose a la locomotora--. Síganme con mi cuaco.

Fierro abrió la válvula para que el vapor empezara a mover las ruedas motrices de la locomotora.

Con Fierro por maquinista, la maquina jalo al convoy lentamente subiendo la pendiente hasta la cima del cerrito. A lo lejos se divisaban los tenues quinqués de San Juan de los Lagos. De ahí en adelante era pura bajada. Fierro le abrió todo el vapor a la maquina y dio un último pitazo. Luego dio un salto atlético de la locomotora a su cuaco que iba galopando junto.

--¡Ora síganme! --ordenó Fierro y avanzamos a medio trote rumbo a San Juan de los Lagos seguidos de nuestras carretas.

Éramos como 800 jinetes. La locomotora y su convoy se alejaron de nosotros adquiriendo cada vez más velocidad. No había ninguna curva de ahí a San Juan de los Lagos.

Diéguez y su gente, en la estación de San Juan de los Lagos, oyeron la máquina.

--Mi general Obregón viene temprano --observó Ceballos.

Luego el coronel se apresuró a pasar revista a la escolta alineada a lo largo del andén. La banda de guerra afinaba sus instrumentos.

--¿Todo en orden? --preguntó Diéguez mientras fumaba nervioso.

--Todo listo mi general --contestó Ceballos.

--¡Mi general! –interrumpió un telegrafista. Estaba muy pálido--. Nos acaban de llegar dos telegramas.

--¿Y cuál es la bronca? –pregunto Diéguez.

--En el primer telegrama el general Obregón anuncia que acaba de tomar San Luis Potosí –explico el telegrafista--.  En el segundo, mejor léalo usted, mi general.

Diéguez tomó el telegrama. Era un mensaje escueto: “VIVA PANCHO VILLA. STOP.”

En eso se oyó el silbato de la maquina en lontananza.

--¡Es una maquina loca! --exclamó Diéguez--. ¡Alerta! ¡Que muevan los cambios! ¡Saquen esta gente de aquí!

La estación parecía un hormiguero. La gente se arremolinaba a la salida. Los instrumentos habían quedado tirados en el andén. La maquina se oía aproximarse a una velocidad endemoniada. Diéguez se montó en su caballo. --¡Todo mundo fuera! Ceballos, ¡sígame a la comandancia! Ahi nos haremos fuertes.

De pronto vimos un resplandor que ilumino el horizonte. Luego nos llego una onda expansiva que casi deshizo nuestra columna.

--¡Santo Dios! --exclamó mi tío que cabalgaba junto a mí.

Fierro se reía como el mismo demonio.

Jamás en mi vida había visto desolación comparada con el espectáculo dantesco que San Juan de los Lagos presentaba. Los ferrocarrileros no habían estado a tiempo de mover los cambios. La locomotora entro como bólido hasta los andenes de la estación. Se salto la vía al acabarse esta y entro hasta la sala de espera lugar donde explotó la dinamita. La estación, una preciosa obra porfiriana, voló por los aires, junto con varios cientos de infelices que no habían podido todavía salir. La onda expansiva tumbó los edificios y casas en las manzanas alrededor de la estación.

Entramos a San Juan de los Lagos disparando y gritando como apaches. Pero casi no encontramos resistencia. Los soldados que salían a nuestro paso estaban todos chamuscados y llorosos y más bien nos suplicaban que les perdonáramos la vida.

--¡Me lleva la puta madre! --juraba Fierro--. ¡Estos cabrones están en shock y no pelean! ¡Tenía ganas de matarme unos pelones esta noche! ¡Bien, ya saben que hacer! Busquen parque, vituallas, vendas. ¡No nos vamos a quedar aquí!

En efecto, encontramos los almacenes de la guarnición y los empezamos a vaciar cargando nuestras carretas. A los soldados que encontrábamos les decíamos que se juyeran si no los íbamos a matar. Los infelices eran pura gente de leva. Afortunadamente Obregón se había llevado a sus yaquis. De todas maneras, se empezaron a oír tiros cerca de la comandancia.

--¡Ríndete Diéguez! –le gritó Fierro. Había avanzado con su escolta y una bandera blanca a la comandancia, lugar donde los obregonistas trataban de oponer resistencia.

--Pura madre, Rodolfo --le contestó Diéguez que era viejo conocido de Fierro.

--Nomás te vas a hacer matar a lo pendejo. ¿Y qué le digo entonces a doña Rosita?

--Dile que no morí como un cobarde.

Fierro lo saludo militarmente y se dio media vuelta. El cuartel de la comandancia estaba frente a una amplia plaza. Fierro dio una orden. Habilitamos una pieza de artillería ligera que traíamos con nosotros. Los obregonistas nos empezaron a disparar.

--Abran fuego en cuanto estén listos --ordenó Fierro. El primer obús dio de lleno en la puerta del cuartel. Los obuses que siguieron de plano causaron que el viejo cuartel se derrumbara. El fuego de los obregonistas cesó por completo.

--Bien. Este arroz ya se coció. ¡Toquen retirada! –ordenó Fierro.

Ya iba amaneciendo cuando salimos de San Juan con las carretas cargadas de alimentos y parque.  Atrás dejamos como mil muertos y heridos de los obregonistas. El resto de la división de Diéguez estaba dispersa entre los cerros aledaños a donde se habían ido a refugiar. Nuestras bajas habían sido mínimas.

Después de la hecatombe de San Juan de los Lagos nos fuimos sobre Celaya. Entramos a saco a la ciudad haciéndonos de más parque y vituallas, incluyendo cajetas. Sin embargo, marchamos callados a través del campo de batalla de apenas hace unos semanas cuando la división del norte había tratado de tomar Celaya y había sido diezmada. Los cadáveres de nuestros muertos estaban todavía insepultos y parvadas de zopilotes todavía se disputaban los últimos pellejos.

--No deberíamos de haber hecho una batalla frontal como esta --dijo Rodolfo Fierro observando esa desolación--. Pancho debería haberme dejado incursionar en los flancos y retaguardia de Obregón. Nuestra caballería siempre ha sido superior y más audaz que la de federales o carrancistas. Nos importan madre los flancos. Y mientras haya donde pastar a los animales podemos seguir andando. Pero al enemigo si le preocupa la logística. Con incursiones podíamos haber forzado a Obregón a salir de sus trincheras.

--Pos pa la otra mi general --contestó mi tío.

--No, Pavón, pa nosotros no va a haber de otra. Ya es muy tarde. Ahorita lo que tenemos que hacer es seguir armando desmadre para que el pablitos se cague y Pancho pueda retirarse a Torreón.

Y en efecto eso hicimos. Detuvimos trenes. Los desviamos. Los dinamitamos. Mandamos maquinas locas. Mandamos telegramas falsos. Dispersamos y batimos las guarniciones aisladas. No nos detuvimos.

El Paso, Texas, comandancia de la plaza

--¡Goddamit Georgie! --exclamó Pershing en su despacho en El Paso. Su ayudante, el teniente George Patton, estaba frente a él--. ¿Ya leyó las ultimas noticias que han llegado de México?

Patton tomó el despacho que le extendió Pershing. Lo leyó.

--¡No shit! ¡Damn!

--Where the hell is this Lagos place? --preguntó Pershing queriendo saber donde estaba San Juan de los Lagos.

Pershing y Patton se dirigieron al mapa de México en la pared.

--Here, general --dijo Patton encontrando el pueblo--. Fierro está en la retaguardia de Obregón. Puede irse sobre Guadalajara o la Ciudad de México.

--¿Se atreverá?

--No tiene por qué, general. Mire, yo creo que ese son of a bitch es un Forrest revivido.

--¿Quién? --preguntó Pershing. Los militares de alta graduación norteamericanos no se caracterizaban por su erudición.

--Nathan Bedford Forrest, mi general --explicó Patton—era el mayor hijoeputa, the biggest son of a bitch, en el ejercito confederado y un genio militar. Bedford es, según los expertos, el mejor comandante de caballería después del mariscal Murat de Francia. En 1864 para detener el avance yanqui (mi ancestro peleo por el sur) incursiono desde Tennessee hacia Indiana. Causó mil destrozos. Y ahora el mexicano Rodolfo Fierro se ha colocado a la altura de Forrest y de Murat.

--Pero tanto Forrest y Murat de todas maneras perdieron a lo último, je je --apuntó Pershing.

--Si, mi general, pero Bedford logro hacer más lento el avance yanqui. Esa era su intención. Y esa es obviamente la de Fierro. Villa va a poder salirse entonces de la ratonera de Zacatecas.  ¡Damn! Era el golpe de audacia que se requería.

--Georgie, me parece que te simpatizan Villa y Fierro.

--Respeto la audacia que están mostrando él y sus hombres, mi general. Algún día lo combatiremos, tenga usted la seguridad de ello, señor general. Es mejor conocer de lo que el enemigo es capaz.

A un kilometro de San Juan de los Lagos

La locomotora empezó a silbar.

--Estamos ya cerca de San Juan de los Lagos, mi general --dijo Francisco Serrano. Era este un hombre bajito, menudito, muy prendidito, y el jefe del estado mayor de Obregón. El manco tomo un puro y Serrano se apresuró a prendérselo.

--Gracias, Pancho --contestó Obregón. Tenia enfrente de el en su escritorio varios despachos--. ¡Puta madre! El Gonzalitos ya empieza a cacarear como una gallina clueca.

--¿Qué dice el general Pablo González?

--Está todo alborotado con la incursión de Fierro. Ya anda levantando levas en la ciudad de México no se le vaya a aparecer el diablo. Pero eso no es lo peor, ya le fue a chillar a Carranza. Le pide que desvié mis tropas que avanzan rumbo al norte y me las traiga a la ciudad de México para defenderla.

--¡Pero pos si Pablo González tiene ocho mil hombres! ¿Pos que tanto miedo le tiene a Fierro?

Obregón se rio.

--No, Pancho, gonzalitos asegura que con ocho mil no se puede sostener. Según él, la ciudad está indefensa, asediada por las bandas de los sombrerudos de calzón blanco en el Ajusco y los apaches de Fierro desde el norte.

Esta vez el tren de Obregón entró muy vigiladito y encañonado hasta donde estaban las ruinas de la estación del tren. Obregón se apeó y una escolta le presentó armas. El general Diéguez estaba ahí para recibirlo. Tenía el brazo enyesado y una venda en la cabeza.

--Mi general --saludó Diéguez--. Siento recibirlo en estas circunstancias.

--Ave María --dijo Obregón observando la devastación.

--Estoy a su disposición si quiere fusilarme, mi general --dijo Diéguez--. Fue mi culpa, me sorprendió Fierro.

--¿Fusilarlo? ¿Y por que haría yo eso? A ver, Diéguez, súbase a mi tren y vamos a hablar. ¿Y su jefe de estado mayor, aquel coronel Ceballos, dónde está?

--Me temo que murió, mi general. Tengo muy pocos oficiales capacitados.

Ya en el despacho de Obregón, Serrano desplegó un mapa de la república.

--Diéguez --comenzó Obregón-- ciertamente no lo fusilare. Usted se portó valiente y trató de recuperarse de la sorpresa. Eso lo tengo que respetar. He decidido darle seis batallones de mis yaquis, mis mejores hombres, y esos, junto con los que ahora tiene usted aquí, se trasladaran a este punto.

El dedo de Obregón se posó sobre un lugar en el norte de Sonora, en la frontera.

--¿Agua Prieta, mi general? --preguntó Diéguez--. ¿Y que de amagar a Villa en Zacatecas?

--Para estas horas Villa ya ha de haber evacuado esa plaza --explico Obregón--.  Diéguez, lo necesito usted en el norte. Agua Prieta la ha sostenido Calles ya por casi un año sufriendo el acoso de los maytorenistas. El señor Carranza está usando la diplomacia para asegurarse que ya no le vendan armas a Villa a través de Ciudad Juárez.  En tal caso, Pancho va a buscar otro lugar por donde pueda comprar parque y pienso que se irá sobre Agua Prieta.  Entre usted y Calles seguro rechazan cualquier ataque de la división del norte.


3 comments:

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  3. Paciente a la espera
    del encuentro eterno
    de Brígida y Pavon
    espero con ansías
    las siguientes noticias.

    Que informen la estación
    la fecha y la hora
    en que emprenderá
    su eterno viaje...
    el ultimo tren

    ¡sordenes General!

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