XXVI Id y decidle a los
espartanos...
![]() |
Multifamiliares de Tlatelolco, finales de septiembre de 1968
Tristemente me percate que se había acabado mi botella de coñac. No tenía tanta confianza con mi vecina de
pedirle que mandara un chamaco a la licorería.
Como pude me vestí y baje a la planta baja arriesgando volver a romperme
la jeta.
Alcance a ver a Lupe el taxista chacoteando con los otros muchachos del
sitio. Lupe se acercó en cuanto me vio.
--¿Lo regresaron sin problema, mi general? ¿Quiere que lo lleve a otro lado?
--No, Lupe. Mire, necesito un
favor. Me falta parque.
--¿Parque?
--Ten estos cien pesos y me traes cuantas botellas me puedas comprar
–dije dándole dos ojos de gringa.
--¿De qué chupa mi general?
--Ya le dije, muchachito, que no importa, que es para mearlo, --indique
usando los modismos queque usaba Pancho y que mostraba Pedro Armendáriz en la
películas--. Usted sabe, cartucheras al
cañón, quepan o no quepan.
--Sordones mi general –contesto el taxista cuadrándose y saludándome.
Horas después, ya con parque, desde mi apartamento me encontraba
contemplando la plaza. Ya atardecía y el
chipi chipi la había mojado y esta brillaba como adornada con diamantes.
--¿Te acuerdas Manuel que chula se veía la campiña afuerita de Celaya
cuando amaneció aquel día? –me pregunto Brígida.
Ante mis ojos se extendió la llanura entrelazada con canales de
irrigación que rodeaba a Celaya. El sol
todavía no salía pero una verdadera nube de pájaros ya nos estaba
cantando. El aire del bajío era fresco y
perfumado. Iba a ser un día hermoso.
--Ansina es cuando se va a derramar sangre, Manuel –me indico
Brígida--. Esa plaza me da mala
espina. ¿Por qué carajos se ve tan
chula?
Vide a mi tío Francisco, adornado con sus insignias de capitán, caminar
entre los vivaques. Los soldados se
ponían en pie y lo saludaban. Él les
contestaba el saludo y, a los que reconocía, hasta los saludaba de mano. No me cabía duda. Mi tío, ex maestro de escuela, era un líder
natural y le inspiraba confianza a la gente.
Lo seguirían gustosos al infierno y tal harían ese día.
Mi tío se acuclillo junto al fuego que Brígida había hecho.
--Me cuida a Manuel, don Pancho –le dijo Brígida pasándole un tarro con
café.
--A huevo. ¿Ya oíste Manuel? La orden de la superioridad aquí presente, la
jefa Brígida es que no te hagas matar a lo pendejo.
--¿Hay quien no se muere a lo pendejo, mi capitán?
Mi tío, un erudito y fanático de la historia se quedó pensando un
minuto. Lo conocía ya muy bien pues era
casi como mi padre. Intuí lo que
pensaba. ¿Acaso Leónidas se hizo matar a
lo pendejo? ¿O que de los tercios
haciéndose matar en Rocroí? ¿O Cambrone
y el último cuadro de la vieux garde?
--Jijos, pos quien sabe, Manuel. Tú quédate cerca de mí. Te usare para transmitir órdenes a mi gente.
A lo lejos empezó a salir el sol y se podían ver las torres de
Celaya. A nuestros oídos llegaron los
campanazos llamando a misa. Dudo que
alguien se hubiera presentado pues los vecinos estaban encerrados a piedra y
lodo en sus casas. La división del norte
casi tenía rodeado el pueblo.
El sol también hizo brillar las bayonetas de las gentes de Obregón. Se podían observar las posiciones donde tenía
artilladas sus máxims o ametralladoras.
Estas cubrían todo el campo de batalla.
En eso todo el campamento se puso de pie y en posición de firmes. A caballo desfilaba entre nuestras filas
nuestro comandante, el coronel Manuel Bracamonte. Este era un hombrón, sonorense, pero muy fiel
a Pancho. Iba acompañado de su estado
mayor.
--¿Esta lista la Brigada Bracamonte? –nos preguntó con aire burlón.
Como un hombre respondimos “¡Sí!”.
--¿Le tiene miedo la Brigada Bracamonte a los yaquis?
Los gritos esta vez fueron de “¡No!” o de mentadas de madre a los
yaquis. Estos últimos era la mejor
infantería de Obregón. No solían tomar
prisioneros.
Bracamonte sacudió su cabeza y sonrió.
Luego saco un cronometro que traía sujeto a una pesada cadena. Era obvio que esperaba la orden de lanzarnos
rumbo a Celaya.
A las seis en punto retembló en sus centros la tierra cuando abrió fuego
la artillería de villista (Felipe Ángeles no estaba presente, andaba por
Monterrey peleando contra los carracistas de por ahí, razón por la cual la artillería
villista no se manejó con suficiente destreza).
La gente de la Bracamonte empezó a vitorear.
Sin embargo mi tío observo el vuelo de los obuses y sacudió su cabeza.
--Van a caer en el pueblote ese, puta madre.
--Pa que sufran –dije yo a lo pendejo.
--¡Solo mataran civiles, puta madre!
¡Y esas putas trincheras en las afueras siguen incólumes!
Claramente podía ver a los oficiales de Obregón pararse en los parapetos
y escudriñar nuestras líneas con sus binoculares. Sentí un sudor frio.
Fue entonces cuando oí unos golpes insistentes en mi puerta.
Abrí. Frente a mi estaba un pelao
vestido de civil con lentes oscuros a lo gringo y el pelo rapado. Traía con él a dos cabrones toscotes igual
(mal) vestidos de civil. Para mí era
evidente que eran militares.
--Deme su nombre señor –indico el de los lentes.
--¿Por qué chingaos se lo he de dar?
¡Firmes! ¡Identifíquese!
Mi voz cascada de viejo todavía poseía suficiente autoridad y los tres
cabrones reconocieron el tono de cuartel y de inmediato lo hicieron. El de los lentes se los quito y me extendió
su carnet mientras me veía con los ojos espantados.
Leí.
--¿Teniente Coronel Zumárraga?
--Sí, del estado mayor presidencial.
--Me importa una chingada de que gente son –le dije regresándole su
carnet--. Para el caso si hoy son
pelones mañana se les voltea su jefe y acaban de zapatistas o, peor, de carracistas.
¡Cuádrense y salúdenme! Soy el general
Manuel Pavón.
Tal hicieron los tres cabrones.
--Mil disculpas, mi general.
Nuestros datos muestran que usted vive en el quinto piso, no en el
tercero.
--¿Y usted es teniente coronel y así de pendejo es? En fin, ¿Qué carajos quieren conmigo? Ya me mie en el despacho presidencial cuando
el trompudo quería saber de un entierro de lingotes de oro queque Pancho había
hecho en Bachimba. ¡Si no le di los
datos al turco (Calles) menos se los voy a dar a la punta de pendejos que hoy
mal gobiernan a México!
--¡Mi general! Créame que no sé
nada de eso. Tan solo le pedimos que nos
deje pasar un minuto.
De mala manera los deje pasar.
--¿Esa ventana da a la plaza?
--Sí, --conteste lacónicamente.
Uno de los subalternos de Zumárraga lo confirmo.
-- De 100 a 120 metros.
-- De 100 a 120 metros.
El otro fulano tomo nota.
--¿Y ustedes que chingaos son? ¿Artilleros?
Los tres fulanos solo sacudieron las cabezas y se rehusaron a encararme.
--¿Ya se van?
--Sí, mi general, usted disculpe la molestia. Era tan solo un trámite.
--¿Un trámite? ¿Qué clase de
pendejada es esa? ¿Necesitaban ver si de
mi ventana se veía la plaza? ¿Si quieren
saber la distancia de mi ventana a la plaza por qué carajos no buscaron planos
arquitectónicos? ¡Ah que pendejos! ¡Hasta el pelón de Huerta tenia planos
topográficos chingones! Yo vida el que
tenía Medina Barrón en Zacatecas. Era
una chulada. Clarito estaba todo marcado.
Puta madre, están ustedes tan pendejos
que no hubieran durado ni un minuto cuando el puto tamborilete de los yaquis
empezaba a chingar.
--Ya sabe usted, mi general, son órdenes.
--¡Cierre el pico y váyanse a chingar a su madre a otro lado, junto con
el pendejo que les dio sus putas órdenes!
Les cerré la puerta de golpe.
--¿Tú crees Brígida que esos panzones son del estado mayor
presidencial? ¿Y que ese pendejo es
teniente coronel? ¡Puta madre!
Recordé las fotos que se publicaron cuando Eulalio Gutiérrez, ex
presidente de la Convención, llego a Tuxpan.
Eulalio, que de por sí era panzón estaba ya rete flaco e igual su
gente. Daban lastima. Habían andado por semanas por las sierras
huastecas, tratando de evadir tanto a villistas como carrancistas. Y habían llegado a la civilización rabiando
de hambre, sucios, y con sus uniformes hechos girones. Sus ojos brillaban famélicos y capaz de que
si les dabas la espalda te daban un plomazo y te comían. Y es que eran puros catrines y perfumados
aunque creo que Eulalio había sido maestro rural. Si no podían encontrar que comer en la sierra,
aunque fuera un pinche coyote, ya era por pendejos. ¡Qué comparación con las carnes abundantes de
los pendejos que me habían visitado! En
fin. Pobre don Eulalio, no quedo bien ni
con dios ni con el diablo. Tanto Pancho
como Carranza lo querían fusilar.
Me volví a sentar en mi sillón y contemple la plaza. Esta seguía mojada y en partes brillaba bajo
la luz de la luna.
Me recordó el brillar de las ametralladoras que nos estaban diezmando
mientras avanzábamos contra las líneas obregonistas.
Trate de mantenerme lo más cerca de mi tío. La gente a nuestro alrededor caía como moscas.
Mi tío gritaba y gesticulaba indicándole a la gente que lo
siguieran. Era un milagro que siguiera
en pie.
--¡Síganme! ¡Tenemos que tomar
las trincheras!
Pero la verdad, tal era el horrible estruendo de la batalla que solo yo,
que estaba junto a él lo alcanzaba a oír.
Atacábamos en rachas. Avanzando y
dejándonos caer pecho a tierra. Luego mi
tío se ponía en pie y volvíamos a avanzar.
Pero cada vez eran menos los que lo seguían.
Fue entonces que alcance a oír un tamborilete que parecía ser tocado por
el diablo.
--¡Puta madre! --alcance a
gritarle a mi tío--. ¡Tenemos adelante
yaquis!
En efecto, no solo plomo nos alcanzó a caer encima sino hasta que
alcance a ver una nube de flechas, sí, flechas, que nos caían encima.
--¿Ya ves Manuel? --dijo mi tío
riendo como un maniático--. ¡Vamos a
pelear en la sombra, como Leónidas en las Termopilas!
--¡Puta madre! –grito un sargento al que una flecha había herido en un
brazo-- ¡Putos indios ya ni la chingan cabrones!
El hombre se paró todo enchilado y empezó a descargar su 45 con su otra
mano. El caso es que los yaquis lo
vieron y los cabrones pronto lo cosieron, a propósito, no con plomo, sino con
flechazos y finalmente cayó herido de muerte.
Mientras el tamborilete ese del diablo seguía tocando mientras la
Bracamonte se desangraba.
Pancho ha de haber
visto que la Bracamonte nomás no podía cerrar con los yaquis. Por más
huevos que mostrábamos cada que avanzábamos dejamos montones de muertos y los
que quedaban estaban guarecidos detrás de las pilas de cadáveres. Pancho
ordeno que la caballería de la brigada Guerrero nos apoyara.
Esos cabrones de la Guerrero estaban rete enchilados pues los obregonistas les habían recién matado a su jefe, el general Estrada, un hombre muy cabal y valiente, al que querían como un padre. El caso es que la caballería cargo contra las trincheras yaquis sin importarles que la infantería de la Bracamonte estaba en el camino. O tal vez pensaron que todos estabamos muertos. El caso es que los cuacos nos mataron mucha de nuestra gente y yo y mi tío a duras penas no fuimos arrollados. Los jinetes de la Guerrero también fueron diezmados pero fue tan brutal su carga que lograron llegar a las trincheras de los yaquis y alguno hubo que lazo el puto tamborilete del diablo y lo callo, gracias a Dios. Mi tío, viendo la oportunidad, nos arengo y entramos a capturar las trincheras. Avanzamos entre un carajal de caballos muertos y jinetes moribundos de la Guerrero. A unos cien metros pude ver a mi coronel Bracamonte encabezar un nutrido grupo de infantería que tambien entro como cuchillo por mantequilla entre las defensas obregonistas.
Por mi parte, salte a la trinchera siguiendo a mi tío. Un indígena grandote con trenzas se acercó a
mi blandiendo un cuchillo te. Por alguna
puta razón no podía accionar mi máuser y supe ahí que iba a morir por pendejo,
la peor cosa que podía hacer. El
grandote se abalanzó sobre mí pero ya estaba muerto. El cuchillote se enterró a centímetros de mi
sien. Mi tío le había dado un plomazo en
la tapa de los sesos.
Mi tío me ayudo a levantarme.
--Sígueme Manuel.
Levante mi máuser y corte cartucho.
No había aparentemente nada malo con el mecanismo. Luego nos dirigimos adonde se veía un
remolino de hombres matándose.
Fue en ese momento que no supe nada más de mí. Según me conto mi tío me habían dado un
palazo en la testa y caí como muerto. No
supe ni quien ni por dónde. Ha de haber
sido, seguramente, por pendejo.
Horas después mi tío y otros soldados me habían logrado extraer de esa
trinchera y me regresaron a las líneas de la Bracamonte.
--Tenemos que llevarlo al tren hospital o se nos muere –indico mi tío.
Brígida asintió y entre otras soldaderas me levantaron.
Mi tío se sentó en un parapeto de nuestras defensas. El sol iba poniéndose. Saco una cantimplora con mezcal y llamo a sus
hombres y se las paso. No quedaba ni la
décima parte de los que había guiado hacia Celaya esa hermosa mañana. Y los yaquis habían producido otro cabrón
tamborilete y se oía este desde sus líneas.
--¿Y ora mi capitán?
--Estén muy atentos. Repártanse
equitativamente el parque que tengan. Ya
nos la hizo una vez Obregón. Suele
contraatacar con su caballería después de que nos hemos desgastado.
En eso se vio a un grupo de yaquis aproximarse ondeando una bandera
blanca.
--¡No disparen! –ordeno mi tío--.
A ver, ustedes dos, síganme.
Los yaquis se habían parado en medio del llano, entre los muertos. Mi tío y sus dos soldados se aproximaron.
Para su sorpresa, los yaquis dieron saludo militar tan correcto que
hubiera sido aceptable en la Potsdam del Káiser. Mi les regreso el saludo.
--¿Qué desean caballeros?
--Tenemos órdenes de regresarles a este herido –dijo un jefe, un hombre
de pelo encanecido.
Los indígenas ayudaron a un hombre con gafetes de mayor
aproximarse. Este medio se sostenía en
pie y tenía el uniforme bañado en sangre.
Mi tío ordeno a sus dos hombres aproximarse y llevárselo a retaguardia.
--Han cumplido sus órdenes, caballeros –contesto mi tío saludándolos.
--Ah, y sabed, vos peleasteis hoy como leones. No es algo que se me haya ordenado
deciros. Os lo digo a nombre de
nosotros, los yaquis. –contesto el jefe
indígena en el español del siglo XVII que hablaban allá en esos cerros mientras
le contestaba el saludo.
Mi tío se dio la media vuelta y regreso.
El mayor agonizaba. Mi tío ordeno
le dieran un trago de sotol.
--Deme su nombre, mi mayor. No
creo que alcanzara a llegar al tren hospital.
--Lo sé, puta madre. Ernesto
Fernández, del estado mayor de mi coronel Bracamonte.
--¿Estaba usted con el coronel?
No lo hemos vuelto a ver.
--Sí, escuche. No tengo mucho
tiempo. Díganle a Pancho que entramos
hasta el mérito centro de Celaya.
Entonces Obregón nos soltó una nube de la gente que tenia de reserva,
puros jarochos y juchitecos. Nos
parapetamos en un edificio hasta que se nos…acabo…el parque…solo les podíamos
mentar…la madre…
--Despacio, mi mayor…
--No me queda tiempo. Nos
rendimos. No había de otra. Los obregonistas separaron a los
oficiales. Yo estaba mal herido. Obregón ordeno que fusilaran a los oficiales. Querían que yo viviera para darles parte de
lo que paso, a ver si así ustedes se arrugaban.
--¡No la chingue!
El mayor medio se incorporó con ayuda de mi tío y de sus hombres.
--Sosténganme por favor. Quiero
morir de pie, como mis compañeros.
Era evidente que iba a ser su último esfuerzo pero sentía un ansia de
relatar lo que había vivido antes de morir.
Los soldados lo sostenían de pie.
Mi tío le dio otro trago de sotol.
--Mi coronel Bracamonte no se arrugo. Pidió que les trajeran antes
cajetas a sus oficiales. Y así los guio,
alegre y dicharachero y comiendo cajetas, hasta el paredón, sin mostrar ningún
miedo a la muerte. Su ánimo contagio a
sus compañeros y todos mostraron entereza.
A mí me llevaban en una camilla. Así
los fueron fusilando. El último que
quedaba sin fusilar era Bracamonte. Este
pidió dar unas palabras y le dieron la venia.
Y ante la tropa carrancista les dijo con voz clara…
--¿Si?
El mayor tosió algo de sangre.
--Les dijo…que él también era de Sonora…como casi todos ellos…pero que
ellos eran unos infelices que peleaban por Carranza por hambre o para poder
robarle al pueblo y que…los villistas…peleábamos por la revolución…y por
amor…a…
--México, --concluyo mi tío cerrándole los ojos al mayor.
Luego mi tío encaro a sus hombres.
--A ver, ¿alguien se
va a arrugar como quería el perfumado de Obregón? Es evidente que ese
gato de Carranza no quiere ya tomar prisioneros. ¡Así de grande es el
miedo que nos tiene! Si alguien quiere pelarse pos háganlo ahorita que
estoy de buenas. No los voy a mandar venadear. Es más, les
repartiré los pocos pesos o tortillas viejas que nos queden pa que se ayuden.
Pero el que se quede tendrá que estar a la altura de mi coronel
Bracamonte. Y si son poquitos los que se quedan, pues mejor, pues mayor
será el honor que les tocara. ¡Y no quiero a cobardes luchando a mi lado!
Carajos, sepan que en estos momentos no me cambio con ningún catrín que
duerme y caga en blandito y traga con manteca. No, carajos, mi lugar esta
aquí, entre ustedes, y si he de morir que mejor que morir entre ustedes, mis
hermanos. Y si alguno hay que sobreviva este día que recuerde el valor
que demostraron, y a mi coronel Bracamonte, y a Pancho, y a todos nuestros
muertos, y no, no se olviden de mencionar que estos últimos solo tienen heridas
de frente. Y si han llegado a viejos muestren sus
heridas, sobre todo las que les han dado de frente. Sí, que sus hijos y nietos vean la marca del
plomazo, y aclárenles si fue aquí en Celaya o Torreón o Zacatecas o que se yo
donde las cosecharon. Sí, relaten todos
estos hechos a sus hijos y nietos para que ellos entiendan la clase de sangre
que les corre en las venas. Es todo, cabrones. Ahora, a ver, ¿quién chingaos se quiere
pelar?
--¡Ni madres! –contestaron varios y nadie hizo a pelarse y vitorearon a
mi coronel Bracamonte.
(Como pueden adivinar el lector, mi tío también era fanático de
Shakespeare, siendo su obra favorita Enrique V. ¿Y si vas a fusilar el discurso de San
Crispín, que mejor que hacerlo en un campo de batalla, llámese Celaya o llámese
Crecy, en medio de una puta guerra donde no se da o se recibe cuartel?)
--A ver, usted –indico mi tío a uno de sus hombres--. Llévele el carnet del mayor a Pancho y dígale
a los espartanos que fiel a sus órdenes el coronel Bracamonte y sus hombres
murieron en el mero centro de Celaya.
--¿Espartanos mi capitán? ¿Qué
son esos? ¿Es la gente de Natera?
----Olvídalo. Me temo que Pancho
tampoco sabrá quienes eran esos cabrones.
Nomás cuéntale a Pancho lo que paso con Bracamonte. ¡Pícale!
No comments:
Post a Comment